domingo, 26 de junio de 2011

Butes, de Pascal Quignard

Hay algo en la escritura de Pascal Quignard que produce asombro. No hay nadie que escriba como él. Esta afirmación -para bien o para mal- resulta una obviedad en casi todos los casos, pero es que en el caso particular de Quignard esa singularidad tiene que ver con la reunión de todos los tiempos (como si su temporalidad no tuviese casi nada que ver con la del resto de los mortales), con la reunión de todos los temas, no en un solo tema ni en un solo tiempo, sino en un tejido que los abarca a todos y que devuelve una imagen de una densidad fascinante. No hay metáfora, no hay alegoría, sino una serie de signos que se remiten los unos a los otros y cuyo único fin parece ser el de urdir la maravilla.

Para nombrar sin demasiadas pretensiones el pensamiento llamémosle "la reunión". El pensamiento es lo que reúne a los ausentes, las palabras, los argumentos, las impresiones, los recuerdos, las imágenes. Así como la reunión supone la unión, el pensamiento supone la madre. Para nombrar la madre decimos la atadora. Donde se encuentra la seirén. Vieja sirena que se desliza en el seno de un viejo canto continuo de base 2. Sonoro senil que premastica la lengua como la boca ancestral premastica la comida que va a regurgitar sobre los más recientes para permitirles sobrevivir. La música en este caso, una vez abandonado el mundo del agua y su penumbra, una vez que el humano ha emergido chorreante sobre la orilla pulmonada, en el sol del nacimiento, se vuelve una apostasía del lenguaje que será adquirido progresivamente en el mundo externo y su respiración.

Pascal Quignard, Butes, Sexto Piso

lunes, 13 de junio de 2011

Rómulos y Remos

Esto va de mayorías y de minorías, de Rómulos y Remos. Va de que no puede ser tolerable que un partido que obtiene -es un decir- el 5% de los votos no obtenga representación política. No sé si alguna vez el sistema de Hondt de reparto de cargos políticos tuvo sentido, lo que sí es seguro es que se trata de un vestigio infumable en un mundo donde existen las redes sociales y el sentido común. En la actualidad se produce un conflicto entre la presentación de grupos (nacidos espontáneamente -o no- a través de la red) y su representación política. No creo, como en algún momento llegara a afirmar Pessoa, si quiera de forma irónica, que la votación subitánea a cargo de toda la población (algo posible desde el punto de vista de los nuevos medios tecnológicos) pueda sustituir a la política en la toma de decisiones. La política exige cierta demora, cierto decalage entre la aparición de un problema y su intento de resolución por parte de la sociedad afectada. Hay que reflexionar, hay que recabar información, actuar con la cabeza fría. Probablemente la política y el 'tiempo real' sean incompatibles, salvo que optásemos por la dictadura de lo efímero, algo que conduciría a un vértigo legislativo que quizás ninguna sociedad sea capaz de tolerar. Pero no es de recibo que se siga manteniendo un régimen sacrificial donde el poder se detenta a costa de silenciar a millones de ciudadanos. En los antiguos mitos abunda la presencia de gemelos. Uno de ellos casi siempre es sacrificado por el otro, sacrificio que coincide con la fundación de una ciudad. Los estados parecen haberse construido y mantenido a lo largo de la historia sobre un cadáver (un soldado desconocido, o no tanto). Pero esto no tiene por qué seguir siendo así. Si los políticos no obran en consecuencia es posible que la revolución les pase por encima, que los partidos se conviertan en polvo barrido por el viento de las multiplicidades en busca de una -nueva- representación.

miércoles, 8 de junio de 2011

Una recomendación

"El votante no quiere grandes hombres, atractivos, cultos e imponentes, no quiere gente subida a un pedestal, quiere políticos que se parezcan a ellos, que sean ellos. No quiere lo otro, quiere lo mismo. Es la ilusión democrática de la igualdad, o más bien del igualitarismo; es la perenne mentalidad pequeñoburguesa con su miedo a la alteridad, la exaltación de la identidad y la sustitución de la politica por una manera de estar, por un talante. Nadie debe despuntar, por eso no hay nada más satisfactorio, nada que alimente más la fantasía del pueblo llano, que derribar a cualquiera que sobresalga en su pedestal, humillar y hasta despreciar. La cultura no es cool, la inteligencia no está de moda, la admiración es un sentimiento despreciable que ha sido sustituido por la envidia. Lo que prima es la picardía y los corrillos de influencia. Se admira la astucia y la falta de escrúpulos, la mezcla de ambición y carencia de cualidades".


Raúl Eguizábal, El estado del malestar (capitalismo tecnológico y poder sentimental)

domingo, 5 de junio de 2011

El balcón I

Me asomo al balcón. Me fijo una vez más en ese azulejo que dice que los Reyes Católicos transitaban hace cinco siglos por el salón de mi casa. Más o menos por la misma época el Cardenal Cisneros se asomó a mi balcón (o al balcón que precedió al mío, o al anterior del anterior) y señaló con el dedo extendido a sus tropas apostadas en la Plaza de la Paja al grito de ‘éstos son mis poderes’. No recuerdo el motivo ni a quién se lo dijo, pero es que la historia está hecha de olvidos. La historia al parecer está llena de gente asomándose a los balcones y señalando acontecimientos con el dedo. Yo estoy en mi balcón contemplando la jardinera de la que brotan los geranios. Nunca he sabido si las jardineras hay que colgarlas por dentro o por fuera de los balcones. Es una duda que me acucia. Miro los balcones de los vecinos. En todos, las jardineras cuelgan de la parte de adentro. En todos menos en uno. Esta falta de unanimidad me llena de desconsuelo. La luz del sol se refleja en la pared de la Iglesia de San Andrés y me obliga a entornar los párpados. Me asomo a la terraza de la Plaza de los Carros y veo las mesas ocupadas por los clientes. La superficie metálica de las mesas lanza destellos. A esta distancia el efecto es parecido al espejeo de las olas bajo la luz de un mediodía de agosto. Y en el centro de la ola, quiero decir, de la terraza, veo al actor Jordi Mollà. Está solo. Lleva un jersey de tonos ocres y el pelo peinado hacia atrás. Mollà va con gabardinas (en invierno) y en general viste como si siempre hiciera frío. A mí Mollà me parece muy elegante en la vida real. Me extraño cuando veo una película en la que sale Mollà y llueve y es invierno y no lleva gabardina. Entonces me digo que ese actor no se parece en nada a Mollà. Aquí, en la vida real, Mollà lee algo. Me protejo de la luz usando la mano a modo de visera, como un vigía encaramado a una carabela. Es un puñado de folios sujetos con canutillo, así que debe ser un guión. Dan ganas de bajar y sentarse a la mesa de al lado y echar un vistazo por encima de su hombro para averiguar de qué va la película, para aconsejarlo. A lo mejor es un guión de Greenaway, o de Almodóvar. Yo creo que Mollà quedaría bien en una peli de Almodóvar. Eh, Almodóvar, ¿por qué no llamas a Mollà? Otra cosa es que Mollà quisiera actuar en una peli de Almodóvar. Tendría que llevar una gabardina roja o verde moco y ser gay o estar a punto de serlo o haberlo sido o, más meritorio, ser un gay encerrado en un cuerpo despampanante de mujer que solo se enamora de hombres a los que repugna la sola idea del coito anal. Una catástrofe. Hay algo que me fascina de Mollà, y no son sus ojos o la facilidad con la que encuentra mesa en la terraza de la Taquería del Alamillo, no. Lo que me fascina es que un catalán viva en Madrid y sea feliz. Cuando veo a Mollà me parece un hombre satisfecho, adaptado al barrio y a la práctica habitual del castellano. Aunque siempre cabe la sospecha de que, como buen actor, finja a la perfección el papel de catalán residente en Madrid y sin embargo feliz. Se le mire por donde se le mire, Mollà me sigue pareciendo un enigma.

jueves, 2 de junio de 2011

Cadenas de búsqueda


amor

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muerte

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¡Oh, muerte!, ¿dónde está tu victoria?

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