miércoles, 28 de septiembre de 2011

La poesía y el fútbol explicados a los niños

Qué es poesía. O qué es literatura. O qué hace que una jugada de fútbol sea mágica. Las tres cosas tienen que ver con algo en común, con la violación de un axioma perceptivo y, como todos los axiomas, indemostrable: el tiempo real.

¿Qué dura un instante? Podría responderse con una obviedad, que el instante dura lo que dura. Pero así no vamos a ninguna parte, no pasamos de la quinta línea de esta entrada. Esto no es el Twitter. Sería un fraude. Un instante está hecho de contracciones, como el parto. El yo flota habitualmente en el tiempo. Podríamos decir que ‘se deja llevar’. Cuando nos dejamos llevar es cuando a las siete de la mañana tomamos la barra de pan y luego el cuchillo y cortamos dos rebanadas y las metemos en el tostador y esperamos un par de minutos durante los cuales abrimos el frigo y cogemos la leche y… No sigo. Esto no es literatura. Ya se han dado cuenta. Eso es el ‘tiempo real’. Lo mismo da prepararse el desayuno que diseñar una planta embotelladora. Lo que hace que surja la chispa del arte es cuando el tiempo, la duración del instante, se demora, pareciendo al espectador, al lector, que la acción se alarga más allá de lo previsible produciendo un excedente en forma de asombro. Es como meter más tiempo en el tiempo, que es lo mismo que decir que el tiempo acaba convertido en espacio. Parece un eslogan publicitario. Pero funciona. Y ello se consigue contrayendo instantes, acumulando gestos en un solo gesto, imágenes en una frase. El artista, cualquiera que sea su dominio, funciona por acumulación, de manera que el contenido de su arte puede derivarse dos, tres, cuatro veces. Messi es capaz de realizar en un segundo lo que ningún otro jugador. Un buen poeta es capaz en dos versos de subvertir la aparente linealidad del lenguaje. Ambos son como uno de esos insectos capaces de acumular en sus dos días de vida experiencias suficientes para redactar una extensa biografía si la naturaleza les hubiese dotado con el don de la escritura. Entre tomar el pan y acercarle el cuchillo para cortar la rebanada la mosca que sobrevuela el espacio de la cocina ha detectado al menos una docena de sustancias comestibles, su pequeño cuerpo se ha desplazado siguiendo el dibujo de una espiral y en su minúsculo cerebro ha cobrado fuerza la idea de que su supervivencia depende de su capacidad para esquivarnos.


Zito, el Mago (Miroslav Holub)

Para divertir a su majestad real, él podrá cambiar el agua
en vino.

Ranas en lacayos. Escarabajos en mayordomos. Y hacer un ministro de una rata. Se inclina y de la punta de sus
dedos nacen malvas, y un pájaro parlanchín se posa en
su hombro.

Ahí.

Inventa algo diferente, exige su majestad real. Piensa en una estrella negra. Así, él inventa una estrella negra. Inventa agua seca. Y él inventa el agua seca. Piensa en un río atado con banda de paja. Y así lo hace.

Ahí.

Entonces llega un estudiante y dice: inventa un seno de alfa más grande que uno.

Y Zito se torna pálido y triste: Lo lamento terriblemente. El seno está entre más uno y menos uno. No se puede hacer nada al respecto. Y deja el gran imperio real, toma su camino en silencio a través de la multitud
de cortesanos, hacia su hogar en una

cáscara de nuez.




miércoles, 21 de septiembre de 2011

Novela blanca

El bien y la felicidad no requieren justificación. Es conocido el díctum de que con los buenos sentimientos no puede hacerse buena literatura. Y es cierto. A nadie se le ocurriría intentar novelar la cadena de actos que conducen a alguien a adoptar un perro desahuciado (salvo que dicha adopción constituyera un acto de redención). Ningún escritor en su sano juicio hallaría en el acto de regalar una flor a una enamorada un motivo para componer una novela de quinientas páginas (¿por qué lo hizo, qué le condujo hasta ahí?, etc). Es el mal el que pone en marcha el mecanismo de lo narrativo, con su cadena de preguntas a las que se busca dar respuesta. Al mal se le buscan las causas, nunca al bien. Esto es lo que hace que la gente lea novela negra y que no haya ningún género llamado ‘novela blanca’, aunque ahí va la idea por si a alguien se le ocurre algo interesante con ello.

Leí hace poco la novela El adversario, de Emmanuel Carrère, una novela que recuerda ciertamente a A sangre fría, de Truman Capote. Lo que me interesa de ambas novelas no es el género documental, la investigación –acerca del- criminal sobrevenida literatura sino el hecho de que el criminal entienda de un modo más o menos consciente que el escritor puede redimirle de su crimen. Y no hablo de una redención ultramundana, sino la única redención a la que podemos aspirar, la de un relato coherente del que seamos protagonistas, el de nuestra vida. Hace poco leí en la magnífica novela de Houellebecq El mapa y el territorio una justificación en boca del autor para optar por el enterramiento y no por la incineración. El argumento venía a ser que el hombre es un ser que aspira a un destino singular que lo aleja definitivamente de la naturaleza. La lápida vendría a ser entonces la carta de ajuste de la historia de una vida. Pues algo parecido pasa con Emmanuel Carrère en relación a su persona(je) Jean-Claude Romand, un criminal capaz de acabar con la vida de su mujer, hijos y padres, un hombre capaz de engañar durante años a sus familiares y amigos haciéndose pasar por quien no era en realidad. Lo apasionante de la propuesta de Carrère es que la escritura del libro se propone desde el inicio como un pacto a través del cual Jean-Claude Romand podrá acceder a las claves de su vida, es decir, llegar a conocerse a sí mismo a través de la escritura de Carrère:

Cuando le pedía detalles sobre su vida en la cárcel, tampoco era más concreto. Me daba la impresión de que no se interesaba por la realidad, sino solamente por el sentido que se oculta detrás de ella, y de que interpretaba como un signo todo lo que le sucedía, en especial mi intervención en su vida. Se declaraba convencido «de que la forma de ver que un escritor tiene de esta tragedia puede completar y trascender ampliamente otras visiones, más reductoras, como las de la psiquiatría u otras ciencias humanas», y porfiaba en persuadirme y persuadirse de que «toda recuperación narcisista» estaba «lejos de su pensamiento (al menos consciente)». Entendí que contaba más conmigo que con los psiquiatras para hacerle inteligible su propia historia, y más que con los abogados para hacerla comprensible al mundo. Esta responsabilidad me aterraba, pero no era él quien había venido en mi busca, yo había dado el primer paso y consideré que debía atenerme a las consecuencias.

Siempre me ha interesado la idea de que el crimen y la narración están –para lo bueno y para lo malo- estrechamente relacionados. Dejando a un lado el hecho evidente de que la retórica estuvo vinculada al inicio (hablo de Grecia y Roma) con la práctica forense, estoy convencido de que en toda trama se esconde una historia de redención ante algún crimen (explícito o no), un crimen que se ejecutó, que se realiza ante los ojos del lector o que se prepara para un futuro. La trama argumental se soporta en una lógica causal que guarda parangón con la investigación criminológica (¿por qué, para qué, con qué medios?). Ante ello siempre he dejado clara mi postura, mi apuesta por la inocencia de todo acontecer y, por tanto, la imposibilidad de redención. La trama argumental no es probablemente sino una estructura heredada de la tradición judeocristiana. Qué le vamos a hacer, soy un pagano. A todo esto la novela de Carrère merece mucho la pena.

lunes, 19 de septiembre de 2011

La tasa Moreno

Nunca como durante estos días he lamentado tan profundamente no ser multimillonario. Y no hablo solo por el dinero, que también, sino por el hecho de conseguir que una tasa llevara mi nombre. Sí, imagino un nuevo impuesto para los ricos: la tasa Moreno. Sería mi manera de asegurarme un hueco en los libros de historia. Podría morir en paz. Mientras eso ocurre aguardo que algún rico español dé un paso adelante y se ofrezca voluntario (al igual que han hecho otros multimillonarios en otros países) para apadrinar dicha tasa. Espero sentado, claro. Botín ya dijo que no le gustaba la vuelta del impuesto sobre el patrimonio. Con él no contamos. Me dan envidia los países que tienen ricos altruistas. Hacen que, por contraste, España me parezca un país deplorable. Es deplorable un país que se mantiene cohesionado -y para de contar- por la liga de fútbol y por el turismo. Todos sabemos que dos patas no dan estabilidad a ninguna superficie, aunque tenga forma de piel de toro. Incluso la liga de fútbol española se ha convertido en una metáfora de la ruptura del pacto social que consistía en el que los ricos ganaban dinero pero sin que el egoísmo les hiciese olvidar que tenían que dejar algo al resto de la población, aunque fuese lo justo para tomar un kebab e ir al cine. Están el Madrid y el Barça; y el resto a repartirse las sobras. Parece que está muy mal hablar de las diferencias de clase. Es de mal gusto. Lo que mola es hablar de las diferencias de género y del equipo favorito. Marx se olvidó de ello y por eso su pensamiento ha caído en descrédito. Yo es que estoy muy que muy preocupado por la clase media española porque son 170000 y son una minoría. Pobrecitos.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Aviso

Leo esta noticia en el suplemento ON MADRID, de El País. Una sala de cine norteamericana se ve obligada a colocar un cartel avisando a los posibles espectadores de El árbol de la vida de aquello a lo que pueden enfrentarse y para lo que -tal vez- no estén preparados. Creo que debería hacerse lo mismo con algunos libros. Sería honesto por parte de las editoriales, ahorraría disgustos a lectores incautos e, incluso, podría conseguir llamar la atención de los que buscan algo distinto. Esto es very cool, señoras y señores. Vade retro lectores con taparrabos.

Nos gustaría recordar a los clientes que EL ÁRBOL DE LA VIDA es una película única, visionaria y profundamente filosófica dentro del ámbito del cine de autor. No sigue una aproximación narrativa lineal al modo tradicional. Animamos a los clientes a leer acerca de la película antes de optar por verla, y para aquellos que decidan hacerlo, por favor, háganlo con mente abierta y conscientes de que los cines Avon no siguen ninguna POLÍTICA DE DEVOLUCIÓN una vez pagado el tíquet para ver la película.

jueves, 8 de septiembre de 2011

El árbol de la vida

He visto El árbol de la vida, de Terrence Malick, y no puedo decir de qué va. Eso ya me parece algo positivo. Lo cierto es que mi visionado fue cuanto menos extravagante. Empecé a ver la película a la altura de mi tercer ruso blanco y el alcohol creo que ayudó a que me dejara llevar. De Malick había visto anteriormente La delgada línea roja. Bueno, no del todo, porque dejé de interesarme por ella cuando quedaban diez o quince minutos, cuando aparece una historia de (des)amor epistolar y cursi que no entraba ni con calzador en la película, hasta entonces interesante. Me gustó el narrador impersonal de la película, esa fusión de los personajes y sus circunstancias con la naturaleza, esa voz en off implícita, mezcla de Lao Tse y de Homero. Ese experimento tiene continuidad en El árbol de la vida. Yo ya había visto algunas escenas de esta película. Las llevo viendo hace tiempo. Es cierto. Cuando me imagino siendo director de cine (me imagino haciendo muchas muchas cosas, tal vez demasiadas) ruedo escenas como las de El árbol de la vida. Hace unos años me habría enfadado que alguien se me adelantase. Poco a poco voy comprendiendo que hay que ser generoso y permitir a los demás que tengan sus propias ideas, aunque en realidad sean tuyas. A lo que iba. En El árbol de la vida aparece lo macrocósmico y lo microcósmico y el pasado (una escena con dinosaurios) y no sé si el futuro (el futuro casi siempre resulta irreconocible aunque uno lo tenga delante de las narices). En El árbol de la vida lo importante es el contexto (esa sustancia porosa que incluye los planetas y las galletas María y las células de nuestro cerebro y que los perezosos llaman dios). Aquí lo humano no es sino una parte del flujo de la naturaleza y hay momentos en los que la película se transforma en un documental donde el montador hubiese confundido Cosmos con El mundo submarino –Cousteau- y Jurassic Park. Para volverse loco. Cuando me di cuenta llevaba quince minutos sin dar un trago a mi ruso blanco. Y eso significa algo. Significaba que estaba en medio de una experiencia estética de nivel 8 en la escala Bach (las Goldberg variationen vendrían a ser algo así como The Big One). Y eso es mucho. Me ha pasado pocas veces. Que recuerde, con Tarkovski y Bergman. Tal vez con Kubrick y Coppola. Para colmo estaba viendo una copia pirata (no hagan eso muchachos) doblada al ruso y subtitulada al castellano. Lo máximo. Los que me conocen saben de lo que hablo y podrán imaginar mi éxtasis. Era como ver una película perdida de Tarkovski con el ruso Brad Pitt como protagonista. El tiempo y las distancias geográficas se habían abolido. Para celebrarlo volví a dar un sorbo a mi ruso blanco. El arte empieza en el momento en el que el tiempo de lo narrado se distancia del ‘tiempo real’ y en El árbol de la vida dicha distancia se alarga hasta el infinito. Por lo demás no sé de lo que va la película. Ni falta que hace. Tengo la sensación de haber contemplado un espectáculo hermoso que fluía ante mis ojos como un río. Quizás la vida no sea más que eso.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Cameo Coconut con Telesketch


Aquí el relato incluido en el dosier de la revista Quimera en su número de verano acerca de las series de televisión. Yo elegí Museo Coconut. Ahí va:

Me gusta mi Telesketch. Nunca tuve un Scalextric, algo que marcaba (tenerlo o no) la infancia de un niño criado en los ochenta. Scalextric o no Scalextric, futbolín de hierro o de madera (de hierro, obviously)… Más aún que las opciones políticas (ah, ¿pero sigue existiendo eso?), maneras de estar en el mundo, materia de psicoanálisis, inconmensurabilidad de weltanschauungs. A falta de otras atracciones de campanillas mi infancia se territorializó en el Telesketch. Como un ciego con el tacto. Como una pastorcilla con sus vírgenes. El tiempo y la mucha experiencia me han hecho de alguna manera un maestro del artilugio. Una vez, a los quince años, participé en un concurso intercentros de Telesketch. Fue en Murcia. Al ganador le obsequiaban con un Spectrum. Gané. Me enviaron a casa el premio. El Spectrum desplazó durante un tiempo mi pasión por el Telesketch. Pero el Telesketch no era una aventura. Las veleidades e intermitencias de la vida sirven para descubrir el cogollo o la piedra madre que conforman a una persona, algo que el común de los mortales llama carácter. Y el Telesketch, descubrí hace tiempo, forma parte de mi carácter. Me gustan los concursos absurdos, como El premio Planeta y el de Miss Universo. Emilio ganó en su pueblo el premio de ‘Jóvenes Cortitos’ al mejor cortometraje. Me gusta Emilio. Uno no debería venirse a Madrid sin el salvoconducto de un premio de provincias bajo el brazo. Qué menos. Rosario está plantado en jarras ante un grupo de visitantes del Museo Coconut. Tras él hay un par de cuadros. Reta a los visitantes a que adivinen cuál de ellos es de Pollock y cuál de Rothko. Nadie levanta la mano. Nadie dice nada. Tras unos segundos de espera Rosario dice que es normal, que a todo el mundo le pasa. Que la única diferencia es que el primero usa manchas de pintura mientras que el otro dibuja franjas de colores, banderas de países africanos que todavía nadie parece haber descubierto. Onofre, que anda cerca, guiña sus ojos tras las gafas de culo de vaso, y dice que ese cuadro es igualico que la camiseta del equipo de fútbol de su pueblo. Rosario responde que no sabía que Onofre fuese africano. Luego se ríe de su propio chiste de esa forma que recuerda a la de un cerdo atragantado. Me gusta Rosario. Rosario sabe más que nadie de arte moderno. Sabe, por ejemplo, que Gaudí, Tàpies y Barceló son encarnaciones de un mismo artista cuyo espíritu los posee alternativa o sucesivamente. Hay un niño en Sri Lanka que se reparte el espíritu con los anteriores. Produce cuadros matéricos y esculturas que imitan formas grotescas de la naturaleza. El niño, a pesar de no haber salido nunca de su pueblo, habla un catalán perfecto. Tal suceso paranormal unido a su arte lo habilita como sucesor del chamán de su pequeña comunidad. Quizás algún día ese niño de Sri Lanka acabe exponiendo en un museo importante como el Centro Pompidou o el Reina Sofía. Dibujo con mi Telesketch mientras veo el capítulo de Museo Coconut. Improviso. Me supongo un artista moderno que quiere exponer en las paredes de este museo. Me encantaría que don Jaime, el director del museo, organizara una exposición con obras de arte producidas con Telesketch y que alguna de ellas fuera mía, naturalmente. Iría a visitarlo a su despacho. Lo pillaría, como siempre, amorrado a su botella de whisky. Dejaría que la escondiera debajo de la mesa de su despacho y, haciendo la vista gorda, le hablaría del proyecto. Le mostraría el diploma que me acredita como ganador del premio intercentros, firmado por el director de la compañía Borrás. Don Jaime reiría cerrando mucho los ojos y me diría que tenía gracia la cosa, que un juguete que borraba las imágenes con solo agitarlo fuese comercializado por una compañía con ese nombre. Yo sonreiría y le diría que sí, que a veces la vida tenía esas cosas y que algunas circunstancias encajaban las unas con las otras procurando una ilusión temporal de sentido. Mis palabras tendrían el efecto de borrar la sonrisa de don Jaime (como si don Jaime fuese él también un dibujo de Telesketch). De hecho don Jaime me miraría ahora con una seriedad excesiva, como si de repente le hubiese dejado de interesar el proyecto o como si el proyecto le interesase pero fuera yo el que ya no le interesara en absoluto. Me devolvería el diploma y me diría con una voz desabrida que ya me llamaría. Antes de despedirme le diría que, pasara lo que pasara con el proyecto, me encantaba su manera de ser idiota, que había una extraña y humorística perfección en su cinismo. Ahora sigo dibujando mientras Onofre y Emilio se sientan en el sofá de su refugio para ver un nuevo capítulo de Maricón y Tontico. Entonces pienso que sí, que la política sigue existiendo, que Museo Coconut es una serie eminentemente política y que Maricón y Tontico son una alternativa idiota y hedonista al instinto político encarnado en el capitán de la Bounty Onthebounty. Me gusta el bigote de maricón. Me los imagino a los tres en Calblanque. Me gustaría pasearme este verano por las playas paradisíacas de Calblanque y encontrarme a Tontico encaramado a una palmera oteando el horizonte y a Maricón y al capitán de la Bounty Onthebounty acaramelados en la cala Dentoles, retozando desnudos entre lirios de mar. Dibujo con mi Telesketch una palmera, dibujo un lirio de mar y luego dibujo un bañador de Adolfo Domínguez. Me doy cuenta de que he dibujado mi bañador. En cuanto uno se descuida acaba introduciéndose dentro de la ficción. Es lo que pasa con la ficción, que cabe todo en ella. Incluso la realidad más gruesa. El hecho de haber dibujado mi bañador de Adolfo Domínguez convierte a mi bañador en un objeto ficticio. Estoy deseando que llegue el verano para darme un remojón con mi nuevo bañador ficticio. La verdad es que estaba bastante cansado de mi bañador real. Lo abandonaría allí para que alguno de aquellos personajes lo encontrara y se preguntara cómo había llegado aquel objeto hasta allí, y quién era aquel Adolfo Domínguez. ¿Otro náufrago? ¿Un antiguo conquistador? Antes de desaparecer de escena escribiría con el dedo sobre la arena húmeda de la playa la frase: La realidad y la ficción guardan extrañas coincidencias. Una frase que desaparecía barrida por la marea (al mar le interesan poco las certezas que uno tenga) antes de que cualquiera de ellos acertara a leerla. Tras abandonar el despacho de don Jaime éste recibiría una llamada de Miss Coconut para interesarse por el progreso del museo. Don Jaime le diría que se le ha ocurrido una idea buenísima, algo nunca visto, ni siquiera en el MOMA: una exposición realizada a base de dibujos hechos con Telesketch. Mis Coconut parece meditar unos segundos en la pantalla, vuelve la cabeza y ve a su hijo Zeus que en este mismo momento se dedica a esbozar un retrato de su madre con un Telesketch, el típico monigote consistente en un palo atravesado por otros cuatro que simulan las extremidades y culminado por un círculo que hace las veces de cabeza, como un palillo pinchando una aceituna. Miss Coconut mira a su hijo con una mezcla de desprecio y compasión y finalmente le dice a don Jaime que es la idea más estúpida que se le haya podido ocurrir a cualquiera, tan estúpida –nueva mirada hacia Zeus- que podría atraer a una cantidad considerable de público y que eso la convierte en la mejor idea que ha tenido desde que viene siendo director del museo. Y cuelga. Don Jaime se queda con el auricular en la mano y una sonrisa idiota congelada en los labios. Don Jaime acaricia el éxito. Piensa organizar la exposición de dibujos de Telesketch y, por supuesto, no piensa llamarme. No me importa. A don Jaime le encanta robar ideas y a mí me gusta que me las roben. Mis ideas tienen tendencia a abandonarme, y en eso se nota que son ideas mías. Me ocurre lo contrario con las de los demás, que se me pegan y solo con dificultad logro desprenderme de ellas. Por eso me gusta el Telesketch, porque habla de la impermanencia y la fugacidad de las cosas. El Telesketch tiene algo de oriental, aunque lo inventara un francés. El Telesketch es la versión occidental del jardín de arena zen. Acaba el capítulo de Museo Coconut y yo agito la pantalla, arriba y abajo. Poco a poco desaparecen las imágenes: Maricón y Tontico, el lirio de mar… Es extraño que lo último en desaparecer sea el logo de Adolfo Domínguez. Lo agito una vez más. Hasta que desaparece el último rastro. Me gusta ver cómo las cosas surgen del vacío y regresan a él. Es mi carácter.