domingo, 26 de enero de 2014

Donde se muestra, more analógico, por qué la estética moderna tiene mucho que ver con el desierto, amén de otras sabrosas disquisiciones. O por qué hay que beber Coca-Cola.

Amapola, sangre de la tierra, leo en un poema de Juan Ramón Jiménez, y levanto la cabeza como si en lugar de un libro estuviese ante  un boxeador que recién acabara de lanzarme un gancho. No muerdo la lona, o la muerdo metafóricamente. El golpe no me desencaja la mandíbula sino la sinapsis. Quiero decir  que pienso en el texto, en la imagen que desea expresar el poeta, en la metáfora implícita en ese verso. Todo eso. En realidad el verso no es para tanto. La metáfora procede de una analogía evidente y hermosa (ambos adjetivos no siempre son contradictorios). La amapola es a la tierra como la sangre es al cuerpo. O, expresada en términos matemáticos:

amapola/tierra=sangre/cuerpo

En realidad la mayoría de las metáforas proceden del intercambio de dos razones matemáticas. Toda metáfora presupone, por tanto, una proporción, una analogía. Me deslizo a través de mi pensamiento para concluir que esta analogía juanramoniana puede ampliarse fácilmente. Se me ocurre pensar, por ejemplo, en el rosa Tiépolo, el color dilecto del pintor italiano. Rosa cereza, rosa veneciano, un color capaz de unificar en el recuerdo proustiano (ese maestro de la analogía) a tres mujeres: Odette, Albertina y la duquesa de Guermantes. Busco en internet y me informo de que dicho pigmento, también conocido como almagre, se extrae a partir de una tierra que contiene un porcentaje variable (desde el 15 al 40 por ciento) de óxido de hierro. Me pregunto qué porcentaje de óxido de hierro tendrá en realidad el color de una amapola.



Luego miro esta imagen de Tiépolo encontrada también en internet y certifico que los arreboles del niño y la cabeza del pájaro (¿un jilguero?) hacen las veces de amapola del cuadro. Así podríamos decir, emulando al poeta onubense, arrebol, amapola de la piel, o bien, amapola, arrebol de la tierra, todo ello basado en la nueva analogía:

arrebol/piel=amapola/tierra

Me viene entonces a la memoria el recuerdo de una antigua novia y la sorpresa que experimenté la primera vez que vi su cuerpo desnudo. Su piel era extremadamente blanca, a excepción de un nevus que florecía (me dejo llevar por la poesía) en su espalda, para ser más exactos en su paletilla derecha. Ahora, muchos años después de que nuestra relación haya terminado, podría decirle a María (ese era y seguirá siendo su nombre): tu nevus es la amapola de tu cuerpo. En su momento le habría gustado, imagino, escuchar ese verso; pero lo poesía, desgraciadamente, no siempre llega a tiempo.

En realidad, de lo que habla ese verso de Juan Ramón Jiménez es de la transferencia de diferencias entre los seres, diferencias que brotan y sorprenden por su color, como el nevus de María o como la jota en la palabra intelijencia tal y como la escribía el propio JRJ. Pienso que el desierto es un lugar poco fértil para este tipo de metáforas, que un desierto consiste, por definición, en una uniformidad de hielo o arena. Solo un cactus o una rosa o un oasis pueden aportar contenido a una de esas metáforas. Palmera, amapola del desierto, por ejemplo. El asunto se complica todavía más si pensamos en un desierto de hielo. Hay que aguzar mucho los sentidos si uno quiere precisar esas diferencias. Tal vez ese sea el motivo por el que los esquimales distinguen entre cuarenta tipos de nieve. Quizás un poeta esquimal sea capaz de elaborar magníficas metáforas a partir de esos matices, pero el número de personas con posibilidad de apreciarlas ha de ser necesariamente reducido. Los poetas actuales somos así, como poetas esquimales, condenados a un reducido público de cien o doscientas personas capaces de entender los pocos matices que nosotros vemos en las cosas.

El desierto obliga al poeta a refinar los sentidos. Un infraleve es la diferencia entre dos fotografías tomadas a la arena de un mismo desierto, un matiz de color o de textura o de iluminación. Llegaríamos así a la prototípica metáfora del desierto: infraleve, sangre del desierto. Esta indiferenciación es la vía que permite relacionar el desierto con el sistema de producción de mercancías. Imagínense ante un paisaje compuesto a base, no de dunas de arena, sino de latas de tomate envasado (o de cajas de detergente Brillo, como hiciera Warhol). Una extensión inacabable de latas de tomate (pueden elegir su marca favorita) indistinguibles la una de la otra hasta donde alcanza la mirada.


¿Qué puede hacer un poeta con esto? Mejor dicho, ¿qué hace ahí un poeta?

Warhol exploró hasta el límite en sus obras la idea de la reiteración casi infinita, experimentó en su carne como ningún otro la angustia de la copia. Warhol fue el último esquimal que pudo hacerse entender por las masas, antes de que estas decidieran rendirse a la indiferencia. La estética posmoderna ha de ser (o ha sido) necesariamente una estética del desierto, una estética del infraleve puesto en movimiento. Una estética, por tanto, diferencial en un doble sentido: leibniciano (por cuanto se inspira en un infinitesimal perceptivo) y en su vocación por salir al encuentro de las diferencias.

Ha sido el propio sistema de producción, sin embargo, el que ha encontrado remedio a su propio mal. Pensemos si no en la Coca-Cola y en la brillante idea de personalizar sus latas con los nombres de sus posibles consumidores.




Tal vez algo tan banal como una campaña publicitaria de esa multinacional de los refrescos anticipe la entrada en una nueva época. No sé. Los poetas siempre hemos estado ahí para intentarlo todo, hasta lo imposible. Los objetos están ahí, a la espera de distinción que es lo mismo que decir de metáforas. Hagan la prueba. Vayan al supermercado, provistos de lápiz y papel. A ver lo que encuentran.

domingo, 5 de enero de 2014

A favor de la desilusión (carta contra los Reyes Magos)

Ya sé que esto que esto que voy a decir va a ser tachado de anatema por más de un alma sensible y generosa y romántica. Y bien que lo siento. Se trata del tema de los Reyes Magos. Empiezo diciendo que estoy en contra. No en contra de la existencia de esos seres imaginarios, ni mucho menos. Como tampoco estoy en contra de la existencia de Ulises o del Quijote. Hablo de la provecta tradición de hacer creer a los niños que esos regalos que aparecen a los pies del árbol de Navidad han sido ofrendados por dichos seres fantásticos. Y ello por varios motivos. Empezaré por el primero. No me gusta tener que mentir a mi hijo, ni siquiera para fomentar eso que los demás llaman ‘ilusión’. Ya he hablado mil veces a propósito de la ilusión, sobre todo en lo referente a la ilusión narrativa. No soy partidario en ningún caso. De la ilusión, digo. Creo en la esperanza razonable que se deposita en que ocurra algo  cuando uno ha puesto las condiciones para que el hecho deseado acontezca. No me gustan la lotería ni los aprobados milagrosos ni los deus ex machina. No tengo nada en contra de la ficción. Sería absurdo tenerlo cuando quien habla se considera escritor. Lo que estoy es en contra de inculcar en las mentes infantiles que un elemento de la ficción puede comparecer en la realidad (un juego que bien pueden practicar los adultos, incluso practicar la confusión de ambos planos en el ámbito creativo). Estoy convencido de que se trata de algo así como una bomba simbólica, pues por esa puerta abierta, por esa fractura por donde lo imaginario se cuela en lo real, puede penetrar cualquier cosa: monstruos, dioses o unicornios. Siempre he dicho que no hay ninguna diferencia entre el niño que cree en la existencia del ratoncito Pérez y en el adulto que cree en Dios. Y ahora voy con el segundo motivo, un motivo que es al mismo tiempo político y económico (y qué no lo es). Creo que la epifanía que cobra forma en el objeto depositado por los Reyes Magos (o por Papá Noel, que en esto no haré distingos) representa como ningún otro al fetiche tal y como lo entiende el marxismo. Ya sé que ningún niño tiene la obligación de conocer los rudimentos marxistas pero creo estar seguro de que esa costumbre que se repite año tras año (hasta el desengaño final en forma de ‘los Reyes son los papás’, acompañado muchas veces de desconcierto y pataleta) va inculcando en el infante la idea de que existen objetos que aparecen por arte de magia, objetos no fabricados por mano de hombre o máquina, venidos de un lugar mágico que es el oriente. ¿Pero no sabemos los adultos que la mayoría de esos objetos proceden realmente de oriente y que oriente significa en este caso mano de obra barata y explotación? Es desilusionante decir todo esto, lo sé, pero lo desilusionante es la realidad, no las palabras que la describen, y conviene que todos nos enfrentemos con ella desde el arranque de nuestra vida, para asumirla o para combatirla. Se trata, al fin y al cabo, de educación.