viernes, 16 de septiembre de 2022

Cosas que pude leer mientras (no) estaba en la playa

Ya se va acabando el verano y, con él, las lecturas vacacionales. He visto en las redes muchas fotos de gente leyendo en la playa. Pero no solo en las redes, también las he visto en el mundo real. Hombres y (sobre todo) mujeres leyendo en la arena e incluso dentro del agua (no, no era un TikTok). He estado este verano en al menos doce playas distintas porque soy muy de playa y de moverme mucho, y confieso que solamente leí en una playa nudista, más que nada por disfrutar de lo insólito de la experiencia. En las playas leo poco, porque yo voy a la playa a no leer, que para eso tengo el resto del día en vacaciones. Prefiero el esnórquel, tostarme al sol, practicar el quietismo mientras contemplo el paisaje y el paisanaje: cetáceos (vi delfines a cincuenta metros de la playa), palistas, conductores de jet ski… o el ángulo que perfilan contra la línea del horizonte las piernas de las chicas tumbadas al sol (hay algo de templo dórico en esos muslos y pantorrillas que me colma de embeleso). Siempre me pareció incómodo el acto de leer en la playa. Hay arena, hay agua y, sobre todo, demasiado sol. Pero me gusta ver a la gente leer, en la playa y en las piscinas. Me relaja contemplar cómo la gente lee al aire libre, aunque yo no lo haga; siempre libros que desconozco. En  las redes casi todos leen o leemos lo mismo, pero en el mundo real uno se tropieza con gente que lee y piensa distinto. No me digan que no resulta emocionante.


Este verano ha sido sobre todo pródigo en lectura ensayística, un género muy poco espectacularizable. El ensayo es como la halterofilia, puede suscitar admiración, pero conmueve a un escaso número de almas. Hay muy pocos selfies con libros de ensayo, y es una pena. Mencionaré aquí algunas de esas lecturas ensayísticas, por si a alguien le interesa: La nueva edad oscura, de James Bridle, After Death y L’inframonde de François  J. Bonnet, Ese sexo que no es uno, de Luce Irigaray, A hombros de gigantes, de Umberto Eco, Manual de escapología, de Antonio Pau, En defensa del error, de Kathlyn Schulz, The Logic of Failure, de Dietrich Donner… Los dos últimos tratan sobre el error, que es algo que me interesa cada vez más. En un mundo donde prima la eficiencia y la computabilidad parece ser omnímoda el error me reconcilia con la naturaleza humana y, en concreto, con la mía propia. También leí a Sadie Plant (Ceros y unos) y a Amy Ireland (Filosofía-ficción). El ensayo de la primera se publicó a finales del siglo XX y en él, entre otras cosas interesantes, defiende la tesis de que la computación surgió a partir del telar de Jacquard (inspirador de la Máquina Analítica de Ada Lovelace y Charles Babbage), que las nuevas tecnologías constituyen un tejido (de enlaces y vínculos) y que las mujeres, encargadas durante milenios del oficio de tejer, están mejor adaptadas al nuevo medio. Filosofía-ficción, el libro de la filósofa y poeta australiana Amy Ireland, se alinea con el discurso aceleracionista de Nick Land cuya hiperstición (palabro que podríamos traducir como profecía autocumplida o ‘historia profética’, si usamos la terminología acuñada por Kant) esencial consiste en imaginar que el capitalismo tecnológico es una especie de monstruo lovecraftiano que ha usado a la humanidad para acelerar su consumación. Una vez logrado su objetivo, los humanos (esos simpáticos animales emanados de la obsoleta química del carbono) resultamos prescindibles. El corolario de este discurso aceleracionista es que dicha extinción no debe ser motivo de alarma sino más bien de celebración, que lo mejor es rendirse a los ejércitos de silicio sin ofrecer resistencia. El ser humano, al fin y al cabo, no resulta tan importante. No hace falta ser un antropocentrista recalcitrante para que esa toma de partido por los silicatos resulte como poco desconcertante. Lo cierto es que, sentado en una terraza junto a la playa, las gaviotas resultan mucho más amenazantes que ese futurible que es la Gran Singularidad.


Pero no todo iba a ser ensayo, por supuesto. También leí novelas. He descubierto a un Ballard que no me gusta, el de Compañía de sueños ilimitada. Leí El río de cenizas, la última novela de Rafael Reig, tierna, apocalíptica y divertida. Reig mezcla en su prosa eficacia narrativa y lirismo, una combinación que a mí me gusta mucho. Leí El perfume de las flores de noche, de Leila Slimani, una novela de tono autobiográfico. La escritora recibe una invitación para pasar una noche en un museo. Las obras de la exposición le irán remitiendo a pasajes de su vida. La novela de Slimani resulta así una mezcla exquisita de literatura y crítica de arte. Leí Hielo, de Anna Kavan, autora inglesa editada en 1987 por Seix Barral y reeditada recientemente por Trotta. Hielo es una distopía cuya premisa recuerda bastante a la de Frío, de Rafael Pinedo (en realidad la obra de Anna Kavan es anterior a la del autor argentino): una ola de frío y hielo asola el planeta haciéndolo progresivamente inhabitable. El protagonista de Hielo es un perseguidor. El objeto de su búsqueda es una joven de fragilidad y blancura similar a la nieve y el hielo que cercan a los personajes. El onirismo de la novela resulta a veces desconcertante y, sin embargo, dentro del imaginario descarnado y en ocasiones violento de la novela,  la escena primordial (y reiterada) del encuentro y la pérdida conforman una lógica kafkiana a la que el lector se termina acomodando.  Leí La amante de Wittgenstein, de David Markson, un autor juguetón y fragmentario que es capaz de construir una novela sin trama y que, sin embargo, resulta la mar de interesante. Leí El señor de las muñecas, magnífico libro de cuentos de terror de Joyce Carol Oates. Leí Las novias, el más que brillante estreno en el género novelístico de la poeta Cristina Morano. Me recordó a El señor de las moscas, Las novias. Cristina Morano muestra un escenario cruel protagonizado por adolescentes que despliegan su energía y su rabia en esa isla que es una sociedad abandonada por unos padres y una institución escolar maltratados por la crisis económica.  Leí El libro de nuestras ausencias, de Eduardo Ruiz Sosa, que ya deslumbró con su anterior novela Anatomía de la memoria. En El libro de nuestras ausencias, cuyo trasfondo son las desapariciones en México, Ruiz Sosa ofrece una nueva entrega de prosa antológica. Se trata de un libro exigente, uno de esos ochomiles que cuesta coronar pero que, una vez arriba, permiten distinguir un paisaje fascinante e inédito. Y, para ir acabando, finalizaré el listado con Teoría, un libro de aforismos de Vicente Luis Mora, un texto inclasificable incluso dentro de la aforística en el que pueden encontrarse perlas como esta: 


La imagen poética es un error perceptivo devenido acierto.


Y así, de error en error, se me fue el verano. Como se va la vida.




jueves, 4 de enero de 2018

El palacio de cristal


La transparencia está de moda. Lo está al menos desde la construcción del Cristal Palace de Londres
con motivo de la exposición universal en dicha ciudad en 1851. Unos años más tarde Dostoievski
pasa por allí en su tour europeo y se horroriza tanto ante la visión del panóptico que no tiene más
remedio de hablar de él en su novela El hombre del subsuelo. De esto y un poco más habla un ensayo
de Peter Sloterdijk, precisamente titulado El palacio de Cristal (https://www.cccb.org/rcs_gene/petersloterdijk.pdf).
Panjak Mishra dedica un puñado de páginas al mismo tema en su ensayo La edad de la ira (Galaxia
Gutenberg). Cómo no recordar la última novela de Ray Loriga, Rendición, donde los personajes acaban
recluidos en una ciudad de cristal de la que acaba escapando el protagonista. El paso intermedio entre
uno y otro (el Palacio de Cristal y la Ciudad de Cristal) podría ser la primera casa cuyas paredes son
absolutamente transparentes, diseñada y posteriormente habitada por el arquitecto Philip Johnson.


Por otra parte, si hay una empresa empecinada en hacer de la transparencia un elemento corporativo
es Apple. Apple ha patentado las escaleras transparentes de algunos de sus stores, los soportes
transparentes de sus tablets, y hasta las construcciones cúbicas de tiendas señeras como las de la
Quinta Avenida.

La transparencia no solo es una cuestión de branding sino que se ha instalado en el discurso ético
y político. La confianza ha muerto, viva la transparencia, podría ser el lema (uno de ellos) de nuestros
tiempos. Y no está mal pedir transparencia a nuestros políticos (al menos en cuestiones referidas al
gasto). Sin embargo la transparencia dista mucho de ser un ideal cuando tenemos en cuenta las
teorías miméticas de René Girard. Un mundo en el que todo el mundo sabe lo que hacen los
demás, en el que todo el mundo quiere ser algo o alguien distinto, publicar (entrando ya en la cuestión
literaria) donde publica el otro, ganar el premio que gana el otro, vender tantos ejemplares como vende
el otro. Quién no ha tenido esa sensación de ser incomprendido, de no ser suficientemente valorado…
Nada nuevo bajo el sol. Algo que siempre ha ocurrido. Solo que antes no teníamos un medio para
contrastar de manera instantánea nuestro éxito o fracaso con el de los demás. Hay algo positivo en el
deseo de emulación, pero cuando este no puede satisfacerse, entonces hay dos opciones. O la
resignación (en realidad no somos tan buenos como nos creemos, aceptemos nuestra mediocridad
o nuestro público minoritario y escogido) o, más fácil, el resentimiento. Creo que esto (el resentimiento)
explicaría en buena medida la crítica derribista (de derribo) tan popular en los últimos años. No hacen
falta ejemplos. Naturalmente esto que comento es extrapolable a cuestiones no literarias: políticas,
económicas, etc. La crisis mimética (el deseo de apropiación del objeto de deseo del otro) genera
violencia, explícita o implícita. Sloterdijk analiza en su ensayo la dimensión política en su aspecto
del terrorismo yihadista. Convendría analizar el fenómeno de las series (vinculadas casi unánimemente
a la distopía y la violencia) como un medio de catarsis, de chivo expiatorio social e incruento. El
sistema parece proponer a través de ellas la cura a la enfermedad que él mismo genera.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

lunes, 19 de mayo de 2014

El buscador y el zigurat

La contemplación de un cielo estrellado proporciona una emoción de difícil parangón. A la infinitud discreta de los puntos luminosos se añade el cálculo combinatorio de las agrupaciones estelares, un tipo de infinito radicalmente distinto al primero. La hipótesis del continuo de Cantor, todavía sin demostrar, dice que no existe ningún cardinal entre el alef sub cero (el infinito numerable) y el alef sub uno (el infinito no numerable). Si las estrellas son el infinito numerable, las constelaciones que pueden formarse con ese infinito constituyen el infinito no numerable del que hablaba Cantor. Precisamente ese salto cualitativo (el que va de los elementos de un conjunto a las partes que pueden formarse con dichos elementos) es el que –inconscientemente- proporciona en quien contempla la emoción de lo inconmensurable, el éxtasis del que hablan los místicos y poetas y el sublime estético teorizado por algunos filósofos. La matemática, de nuevo, como ontología de las emociones, incluso de las más piadosas.


Cada época elige su infinito y su modo particular de éxtasis. La aglomeración humana de la gran ciudad, las diversas maneras en las que las personas se agrupan y se relacionan, proporciona un éxtasis sociológico poetizado paradigmáticamente por Baudelaire y analizado con su habitual agudeza por Walter Benjamin en su teoría del shock a propósito de la obra del poeta parisino. En la actualidad hay un infinito que ha ganado preponderancia sobre el resto y es el de internet, un infinito que combina lo sociológico (vía redes sociales) y lo informativo (las webs accesibles a través de la red). Una sesión de internet (las páginas que cualquiera de nosotros visita) constituye algo así como una constelación dentro de la web. Imaginemos cada web como un punto luminoso (cuyo brillo correspondería al volumen del tráfico recibido) y la constelación como el dibujo que enlaza los puntos (las webs) visitadas a lo largo de la sesión. La conciencia de la inagotabilidad de las partes (de los recorridos a través de la red) procura sin duda en el internauta una figuración de lo sublime cuanto menos equiparable a la del astrónomo babilonio encaramado a un zigurat.


martes, 8 de abril de 2014

Periferia under alles

Esta entrada pretende dialogar con otras dos precedentes sobre el mismo tema. Aunque puede leerse de manera autónoma, creo que resulta enriquecedor leerla dentro del contexto que suponen los espléndidos artículos  José Daniel Espejo y Alfonso García-Villalba a los que remiten los respectivos enlaces:



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Murcia=New York, escribió alguien medio en broma medio en serio en una conocida red social hace unos días. Es un punto de partida. Más que una igualdad, creo que se trata de una ecuación, es decir, una igualdad que presupone una incógnita. Una ecuación puede ser de hecho un magnífico lugar de partida. Se trata, entonces, de despejar dicha incógnita.

Ya Einstein enunció en su teoría de la relatividad que las leyes de la física deben funcionar igual en todos los sistemas de referencia inerciales. Básicamente podríamos decir que desde el punto de vista de la física no existe ningún punto del espacio privilegiado. El espacio-tiempo relativista es por tanto un espacio asimbólico, lo opuesto de una catedral gótica o de una pintura de Gustave Moreau. Hablaba en la entrada anterior de este blog de algo así como de la indiferencia de la diferencia, que nos invade una angustia de indiferenciación y que esa diferencia añorada solo se consigue a base de infinitesimales. De ahí que el topos que mejor expresa nuestra contemporaneidad sea el desierto y –su doble capitalizado- el supermercado.





La tesis que ya se entrevé en lo que llevo dicho hasta ahora (o a lo mejor me equivoco y todo lo dicho no es sino un amasijo confuso) es que el principio de relatividad einsteiniano parece haberse generalizado al mundo simbólico, al imaginario social e individual. Ya no parece estar tan clara la diferencia entre el centro y la periferia, puesto que tan (in)significantes resultan tanto el uno como la otra. No cabe pensar a mi juicio ni siquiera la periferia como lugar de emboscadura para los francotiradores culturales puesto que ya no hay objetivo que abatir salvo que pensemos en ese trofeo como la baratija de un barracón de feria, la nadería que uno intercambia por una moneda y un balín bien dirigido.



El sistema de referencia relativista se ha convertido en un dispositivo electrónico que permite la accesibilidad inmediata a la información. En ese sentido da lo mismo estar en un sitio que en otro. Todos hemos asistido al espectáculo (porque sin duda lo es) de ver a un grupo de personas que esperan en el andén del metro o que descansan en un paraje montañoso conectados a las redes sociales, ajenos a todo aquello que no aparezca en su pantalla. Nos trasladamos a la periferia como quien se muda a la realidad, dice Jose Daniel Espejo en su artículo. Una frase espléndida que huele a verso y que, como tal, significa a mi juicio algo distinto de lo evidente. Creo que entender la periferia como lugar donde lo real acontece intensificado no es sino una comprensión contaminada de tintes románticos, a no ser que pensemos la periferia como la dimensión oculta de ese sistema de referencia del que hablamos y, en ese sentido (un sentido dialéctico), la periferia podría estar en cualquier parte. La periferia es una loseta de una acera de la Gran Vía madrileña, pero también una autovía que se interrumpe frente a un limonar en plena huerta murciana.

Pienso a propósito en la última novela de Elvira Navarro, La trabajadora. La protagonista de la novela, centrifugada por las condiciones laborales al extrarradio de Madrid, aquejada de una añoranza de centralidad, fantasea con regresar a un apartamento de Tirso de Molina. Su compañera de piso elabora mientras tanto obras de arte que consisten en barajar sobre el mapa de la ciudad las referencias culturales y arquitectónicas. Así la Puerta de Alcalá puede acabar en Usera y las Torres Kio en pleno barrio de Salamanca. Las referencias se desubican. El mapa de Madrid ya no sirve para orientar a los turistas sino para perderse y encontrar otra cosa, tal vez la poesía. Habría que pensar si la periferia no es y ha sido siempre el espacio añorado por la poesía. 

                                     

Los romanos llamaban centrum a la intersección del cardus y del decumanus. Excavado bajo él, en una tercera dimensión ajena a las dos que orientaban la disposición de la ciudad, se hallaba el mundus. Creo que bajo todo centro se oculta una periferia, que no existe centrum sin mundus. Los romanos lo sabían y tres veces al año removían la losa que tapaba el mundus para que resultase visible su contenido. Un mundo sin periferia es, literalmente, inmundo, indigno de ser habitado.


x=Hay que tener mucha periferia en el interior si se quiere dar a luz un centro.

domingo, 26 de enero de 2014

Donde se muestra, more analógico, por qué la estética moderna tiene mucho que ver con el desierto, amén de otras sabrosas disquisiciones. O por qué hay que beber Coca-Cola.

Amapola, sangre de la tierra, leo en un poema de Juan Ramón Jiménez, y levanto la cabeza como si en lugar de un libro estuviese ante  un boxeador que recién acabara de lanzarme un gancho. No muerdo la lona, o la muerdo metafóricamente. El golpe no me desencaja la mandíbula sino la sinapsis. Quiero decir  que pienso en el texto, en la imagen que desea expresar el poeta, en la metáfora implícita en ese verso. Todo eso. En realidad el verso no es para tanto. La metáfora procede de una analogía evidente y hermosa (ambos adjetivos no siempre son contradictorios). La amapola es a la tierra como la sangre es al cuerpo. O, expresada en términos matemáticos:

amapola/tierra=sangre/cuerpo

En realidad la mayoría de las metáforas proceden del intercambio de dos razones matemáticas. Toda metáfora presupone, por tanto, una proporción, una analogía. Me deslizo a través de mi pensamiento para concluir que esta analogía juanramoniana puede ampliarse fácilmente. Se me ocurre pensar, por ejemplo, en el rosa Tiépolo, el color dilecto del pintor italiano. Rosa cereza, rosa veneciano, un color capaz de unificar en el recuerdo proustiano (ese maestro de la analogía) a tres mujeres: Odette, Albertina y la duquesa de Guermantes. Busco en internet y me informo de que dicho pigmento, también conocido como almagre, se extrae a partir de una tierra que contiene un porcentaje variable (desde el 15 al 40 por ciento) de óxido de hierro. Me pregunto qué porcentaje de óxido de hierro tendrá en realidad el color de una amapola.



Luego miro esta imagen de Tiépolo encontrada también en internet y certifico que los arreboles del niño y la cabeza del pájaro (¿un jilguero?) hacen las veces de amapola del cuadro. Así podríamos decir, emulando al poeta onubense, arrebol, amapola de la piel, o bien, amapola, arrebol de la tierra, todo ello basado en la nueva analogía:

arrebol/piel=amapola/tierra

Me viene entonces a la memoria el recuerdo de una antigua novia y la sorpresa que experimenté la primera vez que vi su cuerpo desnudo. Su piel era extremadamente blanca, a excepción de un nevus que florecía (me dejo llevar por la poesía) en su espalda, para ser más exactos en su paletilla derecha. Ahora, muchos años después de que nuestra relación haya terminado, podría decirle a María (ese era y seguirá siendo su nombre): tu nevus es la amapola de tu cuerpo. En su momento le habría gustado, imagino, escuchar ese verso; pero lo poesía, desgraciadamente, no siempre llega a tiempo.

En realidad, de lo que habla ese verso de Juan Ramón Jiménez es de la transferencia de diferencias entre los seres, diferencias que brotan y sorprenden por su color, como el nevus de María o como la jota en la palabra intelijencia tal y como la escribía el propio JRJ. Pienso que el desierto es un lugar poco fértil para este tipo de metáforas, que un desierto consiste, por definición, en una uniformidad de hielo o arena. Solo un cactus o una rosa o un oasis pueden aportar contenido a una de esas metáforas. Palmera, amapola del desierto, por ejemplo. El asunto se complica todavía más si pensamos en un desierto de hielo. Hay que aguzar mucho los sentidos si uno quiere precisar esas diferencias. Tal vez ese sea el motivo por el que los esquimales distinguen entre cuarenta tipos de nieve. Quizás un poeta esquimal sea capaz de elaborar magníficas metáforas a partir de esos matices, pero el número de personas con posibilidad de apreciarlas ha de ser necesariamente reducido. Los poetas actuales somos así, como poetas esquimales, condenados a un reducido público de cien o doscientas personas capaces de entender los pocos matices que nosotros vemos en las cosas.

El desierto obliga al poeta a refinar los sentidos. Un infraleve es la diferencia entre dos fotografías tomadas a la arena de un mismo desierto, un matiz de color o de textura o de iluminación. Llegaríamos así a la prototípica metáfora del desierto: infraleve, sangre del desierto. Esta indiferenciación es la vía que permite relacionar el desierto con el sistema de producción de mercancías. Imagínense ante un paisaje compuesto a base, no de dunas de arena, sino de latas de tomate envasado (o de cajas de detergente Brillo, como hiciera Warhol). Una extensión inacabable de latas de tomate (pueden elegir su marca favorita) indistinguibles la una de la otra hasta donde alcanza la mirada.


¿Qué puede hacer un poeta con esto? Mejor dicho, ¿qué hace ahí un poeta?

Warhol exploró hasta el límite en sus obras la idea de la reiteración casi infinita, experimentó en su carne como ningún otro la angustia de la copia. Warhol fue el último esquimal que pudo hacerse entender por las masas, antes de que estas decidieran rendirse a la indiferencia. La estética posmoderna ha de ser (o ha sido) necesariamente una estética del desierto, una estética del infraleve puesto en movimiento. Una estética, por tanto, diferencial en un doble sentido: leibniciano (por cuanto se inspira en un infinitesimal perceptivo) y en su vocación por salir al encuentro de las diferencias.

Ha sido el propio sistema de producción, sin embargo, el que ha encontrado remedio a su propio mal. Pensemos si no en la Coca-Cola y en la brillante idea de personalizar sus latas con los nombres de sus posibles consumidores.




Tal vez algo tan banal como una campaña publicitaria de esa multinacional de los refrescos anticipe la entrada en una nueva época. No sé. Los poetas siempre hemos estado ahí para intentarlo todo, hasta lo imposible. Los objetos están ahí, a la espera de distinción que es lo mismo que decir de metáforas. Hagan la prueba. Vayan al supermercado, provistos de lápiz y papel. A ver lo que encuentran.

domingo, 5 de enero de 2014

A favor de la desilusión (carta contra los Reyes Magos)

Ya sé que esto que esto que voy a decir va a ser tachado de anatema por más de un alma sensible y generosa y romántica. Y bien que lo siento. Se trata del tema de los Reyes Magos. Empiezo diciendo que estoy en contra. No en contra de la existencia de esos seres imaginarios, ni mucho menos. Como tampoco estoy en contra de la existencia de Ulises o del Quijote. Hablo de la provecta tradición de hacer creer a los niños que esos regalos que aparecen a los pies del árbol de Navidad han sido ofrendados por dichos seres fantásticos. Y ello por varios motivos. Empezaré por el primero. No me gusta tener que mentir a mi hijo, ni siquiera para fomentar eso que los demás llaman ‘ilusión’. Ya he hablado mil veces a propósito de la ilusión, sobre todo en lo referente a la ilusión narrativa. No soy partidario en ningún caso. De la ilusión, digo. Creo en la esperanza razonable que se deposita en que ocurra algo  cuando uno ha puesto las condiciones para que el hecho deseado acontezca. No me gustan la lotería ni los aprobados milagrosos ni los deus ex machina. No tengo nada en contra de la ficción. Sería absurdo tenerlo cuando quien habla se considera escritor. Lo que estoy es en contra de inculcar en las mentes infantiles que un elemento de la ficción puede comparecer en la realidad (un juego que bien pueden practicar los adultos, incluso practicar la confusión de ambos planos en el ámbito creativo). Estoy convencido de que se trata de algo así como una bomba simbólica, pues por esa puerta abierta, por esa fractura por donde lo imaginario se cuela en lo real, puede penetrar cualquier cosa: monstruos, dioses o unicornios. Siempre he dicho que no hay ninguna diferencia entre el niño que cree en la existencia del ratoncito Pérez y en el adulto que cree en Dios. Y ahora voy con el segundo motivo, un motivo que es al mismo tiempo político y económico (y qué no lo es). Creo que la epifanía que cobra forma en el objeto depositado por los Reyes Magos (o por Papá Noel, que en esto no haré distingos) representa como ningún otro al fetiche tal y como lo entiende el marxismo. Ya sé que ningún niño tiene la obligación de conocer los rudimentos marxistas pero creo estar seguro de que esa costumbre que se repite año tras año (hasta el desengaño final en forma de ‘los Reyes son los papás’, acompañado muchas veces de desconcierto y pataleta) va inculcando en el infante la idea de que existen objetos que aparecen por arte de magia, objetos no fabricados por mano de hombre o máquina, venidos de un lugar mágico que es el oriente. ¿Pero no sabemos los adultos que la mayoría de esos objetos proceden realmente de oriente y que oriente significa en este caso mano de obra barata y explotación? Es desilusionante decir todo esto, lo sé, pero lo desilusionante es la realidad, no las palabras que la describen, y conviene que todos nos enfrentemos con ella desde el arranque de nuestra vida, para asumirla o para combatirla. Se trata, al fin y al cabo, de educación.