viernes, 16 de septiembre de 2022

Cosas que pude leer mientras (no) estaba en la playa

Ya se va acabando el verano y, con él, las lecturas vacacionales. He visto en las redes muchas fotos de gente leyendo en la playa. Pero no solo en las redes, también las he visto en el mundo real. Hombres y (sobre todo) mujeres leyendo en la arena e incluso dentro del agua (no, no era un TikTok). He estado este verano en al menos doce playas distintas porque soy muy de playa y de moverme mucho, y confieso que solamente leí en una playa nudista, más que nada por disfrutar de lo insólito de la experiencia. En las playas leo poco, porque yo voy a la playa a no leer, que para eso tengo el resto del día en vacaciones. Prefiero el esnórquel, tostarme al sol, practicar el quietismo mientras contemplo el paisaje y el paisanaje: cetáceos (vi delfines a cincuenta metros de la playa), palistas, conductores de jet ski… o el ángulo que perfilan contra la línea del horizonte las piernas de las chicas tumbadas al sol (hay algo de templo dórico en esos muslos y pantorrillas que me colma de embeleso). Siempre me pareció incómodo el acto de leer en la playa. Hay arena, hay agua y, sobre todo, demasiado sol. Pero me gusta ver a la gente leer, en la playa y en las piscinas. Me relaja contemplar cómo la gente lee al aire libre, aunque yo no lo haga; siempre libros que desconozco. En  las redes casi todos leen o leemos lo mismo, pero en el mundo real uno se tropieza con gente que lee y piensa distinto. No me digan que no resulta emocionante.


Este verano ha sido sobre todo pródigo en lectura ensayística, un género muy poco espectacularizable. El ensayo es como la halterofilia, puede suscitar admiración, pero conmueve a un escaso número de almas. Hay muy pocos selfies con libros de ensayo, y es una pena. Mencionaré aquí algunas de esas lecturas ensayísticas, por si a alguien le interesa: La nueva edad oscura, de James Bridle, After Death y L’inframonde de François  J. Bonnet, Ese sexo que no es uno, de Luce Irigaray, A hombros de gigantes, de Umberto Eco, Manual de escapología, de Antonio Pau, En defensa del error, de Kathlyn Schulz, The Logic of Failure, de Dietrich Donner… Los dos últimos tratan sobre el error, que es algo que me interesa cada vez más. En un mundo donde prima la eficiencia y la computabilidad parece ser omnímoda el error me reconcilia con la naturaleza humana y, en concreto, con la mía propia. También leí a Sadie Plant (Ceros y unos) y a Amy Ireland (Filosofía-ficción). El ensayo de la primera se publicó a finales del siglo XX y en él, entre otras cosas interesantes, defiende la tesis de que la computación surgió a partir del telar de Jacquard (inspirador de la Máquina Analítica de Ada Lovelace y Charles Babbage), que las nuevas tecnologías constituyen un tejido (de enlaces y vínculos) y que las mujeres, encargadas durante milenios del oficio de tejer, están mejor adaptadas al nuevo medio. Filosofía-ficción, el libro de la filósofa y poeta australiana Amy Ireland, se alinea con el discurso aceleracionista de Nick Land cuya hiperstición (palabro que podríamos traducir como profecía autocumplida o ‘historia profética’, si usamos la terminología acuñada por Kant) esencial consiste en imaginar que el capitalismo tecnológico es una especie de monstruo lovecraftiano que ha usado a la humanidad para acelerar su consumación. Una vez logrado su objetivo, los humanos (esos simpáticos animales emanados de la obsoleta química del carbono) resultamos prescindibles. El corolario de este discurso aceleracionista es que dicha extinción no debe ser motivo de alarma sino más bien de celebración, que lo mejor es rendirse a los ejércitos de silicio sin ofrecer resistencia. El ser humano, al fin y al cabo, no resulta tan importante. No hace falta ser un antropocentrista recalcitrante para que esa toma de partido por los silicatos resulte como poco desconcertante. Lo cierto es que, sentado en una terraza junto a la playa, las gaviotas resultan mucho más amenazantes que ese futurible que es la Gran Singularidad.


Pero no todo iba a ser ensayo, por supuesto. También leí novelas. He descubierto a un Ballard que no me gusta, el de Compañía de sueños ilimitada. Leí El río de cenizas, la última novela de Rafael Reig, tierna, apocalíptica y divertida. Reig mezcla en su prosa eficacia narrativa y lirismo, una combinación que a mí me gusta mucho. Leí El perfume de las flores de noche, de Leila Slimani, una novela de tono autobiográfico. La escritora recibe una invitación para pasar una noche en un museo. Las obras de la exposición le irán remitiendo a pasajes de su vida. La novela de Slimani resulta así una mezcla exquisita de literatura y crítica de arte. Leí Hielo, de Anna Kavan, autora inglesa editada en 1987 por Seix Barral y reeditada recientemente por Trotta. Hielo es una distopía cuya premisa recuerda bastante a la de Frío, de Rafael Pinedo (en realidad la obra de Anna Kavan es anterior a la del autor argentino): una ola de frío y hielo asola el planeta haciéndolo progresivamente inhabitable. El protagonista de Hielo es un perseguidor. El objeto de su búsqueda es una joven de fragilidad y blancura similar a la nieve y el hielo que cercan a los personajes. El onirismo de la novela resulta a veces desconcertante y, sin embargo, dentro del imaginario descarnado y en ocasiones violento de la novela,  la escena primordial (y reiterada) del encuentro y la pérdida conforman una lógica kafkiana a la que el lector se termina acomodando.  Leí La amante de Wittgenstein, de David Markson, un autor juguetón y fragmentario que es capaz de construir una novela sin trama y que, sin embargo, resulta la mar de interesante. Leí El señor de las muñecas, magnífico libro de cuentos de terror de Joyce Carol Oates. Leí Las novias, el más que brillante estreno en el género novelístico de la poeta Cristina Morano. Me recordó a El señor de las moscas, Las novias. Cristina Morano muestra un escenario cruel protagonizado por adolescentes que despliegan su energía y su rabia en esa isla que es una sociedad abandonada por unos padres y una institución escolar maltratados por la crisis económica.  Leí El libro de nuestras ausencias, de Eduardo Ruiz Sosa, que ya deslumbró con su anterior novela Anatomía de la memoria. En El libro de nuestras ausencias, cuyo trasfondo son las desapariciones en México, Ruiz Sosa ofrece una nueva entrega de prosa antológica. Se trata de un libro exigente, uno de esos ochomiles que cuesta coronar pero que, una vez arriba, permiten distinguir un paisaje fascinante e inédito. Y, para ir acabando, finalizaré el listado con Teoría, un libro de aforismos de Vicente Luis Mora, un texto inclasificable incluso dentro de la aforística en el que pueden encontrarse perlas como esta: 


La imagen poética es un error perceptivo devenido acierto.


Y así, de error en error, se me fue el verano. Como se va la vida.




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