viernes, 26 de octubre de 2012

El error


Me pregunto dónde irán a parar el sin número de errores y de aproximaciones inherentes a todo cálculo. La diferencia entre Π y 3.14 o 3.1416. El matiz entre el hemisferio ideal y la cúpula del Panteón, entre las proporciones de mi tarjeta de crédito y la razón áurea. Se sabe que la respuesta del oráculo de Delfos ante la peste que asolaba Atenas fue que esta se extinguiría solo en el caso de que se consiguiera duplicar el volumen del cubo que servía de altar al dios Apolo. Tarea imposible como demostraron las matemáticas casi dos milenios más tarde. La peste prosiguió en Atenas entonces por una cuestión infinitesimal, un ‘imperceptible’ de unas pocas cifras decimales. La raíz cúbica de 2 no solo es irracional sino que ni siquiera podía ser construida con regla y compás. Duplicar el cubo parece una tarea sencilla pero en esa engañosa sencillez, en la propuesta de un problema irresoluble, parecen recrearse los dioses más crueles de la antigua Grecia. Un infinitésimo marca la diferencia entre la vida y la muerte. El ideal rehúye su concreción material y esa reticencia pone en marcha el mecanismo inapelable del destino.

El error proviene casi siempre de un pequeño desvío capaz de originar consecuencias imprevisibles. El acto erróneo es el infraleve atribuido de sustancia moral. El error proviene de acatar como exacto lo que en realidad es irracional, de privar el acaso del ruido de fondo inagotable que lo acompaña y lo sustenta, de sancionar como acabado y perfecto lo inagotable e indefinido. El infinitésimo de Leibniz o de Robinson permite el cálculo de lo inaprensible, la comprensión de la secuencia infinita de todo movimiento. El protagonista de la novela La miseria de las cosas de Dimitri Verhulst consigue en un momento dado vislumbrar el instante en el que crecen los pechos de la adolescente Elena. La mirada del joven logra así lo que en apariencia resulta imposible, desentrañar una de esas ‘transformaciones silenciosas’ de las que habla el sinólogo francés François Jullien. Entre dichas transformaciones se cuentan la erosión del terreno, el germinar de una semilla o el tropismo de una planta. Movimientos inaprensibles a simple vista, constatables solo en intervalos temporales de larga duración; y sin embargo movimientos tanto o más decisivos que la súbita caída de un rayo o el disparo de un arma de fuego. Cierto tipo de arte pretende recuperar para el hombre la conciencia y la sensación de ese inaprensible. Desde los movimientos imperceptibles captados por la cámara superrápida al infraleve de Duchamp o lo infraordinario de Perec. Pienso en la diferencia entre una composición de Bach y la versión mp3 de dicha composición, en los residuos que deja en lo analógico su conversión digital. Pienso en el recorte acústico como en una especie de confeti musical acariciando los oídos. Lo imagino como un ruido blanco, una especie de silencio hermoso y henchido de excelencia.

2 comentarios:

Vicente Luis Mora dijo...

"A un niño bastaba con dejar de verlo unos meses, y se hacía perfectamente visible la diferencia. Cerrar los ojos, irse de viaje, olvidarse, era justamente el recurso fácil, fraudulento, al que nos negábamos. Dentro del paso de una conversación o de una fiesta ese niño seguía creciendo. Ahí estaba en cierto modo la clave de nuestra empresa espiritual: seguir en una misma escena, y que todo pasara ahí, sin intervalos innecesarios, sin trampas"; César Aira, "Yo era una chica moderna", Interzona, Buenos Aires, 2005, p. 29.

Hautor dijo...

Admirado estoy de la capacidad que tienes para desenfundar el más rápido una -buena- cita. Algún día tienes que contarme cómo lo haces (¿te has tragado un buscador? ;)). Gracias, Vicente, por traer al bueno de Aira.