"Los alemanes, es esencial, tendrán que constituir un sociedad cerrada entre ellos, como una fortaleza". Una frase de Hitler tomada de la magnífica novela de Vollmann, Europa Central. Y, resonando con la anterior, esta otra de Rousseau:
"La conservación del estado es incompatible con la conservación del enemigo, es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace perecer al culpable es menos como ciudadano que como enemigo".
Angélica Liddell toma esta última frase como motivo fundamental de su obra Perro muerto en tintorería, actualmente en el Teatro Valle Inclán. Esa incompatibilidad, incompatibilidad con la seguridad del organismo que es el Estado, es una parte del alma que todos llevamos dentro. Ninguno de nosotros es absolutamente seguro para el superego vigilante estatal. Nos sentimos víctimas, sí, pero también (como dice Octavio, uno de los personajes) verdugos. Una vez que las fronteras están seguras (en ausencia de alteridad ya no hay otro que exterminar, que colonizar), el otro acaba siendo uno mismo. El enemigo vive puertas adentro, en nuestra sociedad, bajo la piel. Y la metáfora organicista del Estado sigue funcionando. Hay que mantener la pureza del organismo haciendo uso de los medios inmunitarios estatuidos: no drogas, lenguaje políticamente correcto, higienismo físico e ideológico... El vecino, el amigo, nosotros mismos podemos acabar resultando sospechosos.
Angélica ofrece una obra con altibajos pero emocionante y llena de verdad (una verdad que paraliza al igual que la Medusa). Un trabajo cruel, ritual, artaudiano, exigente con los actores y con el espectador. Liddell es el chivo expiatorio que se ofrece a sí mismo -¿HAY ALGÚN HIJO DE PUTA QUE QUIERA MATARME?- al público para ser exterminado (por decir la verdad, como los locos, como los bufones). Una obra que no busca entretener, que incomoda. Algo más y algo menos que teatro.
Absolutamente recomendable.
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