La videovigilancia posee un doble movimiento, uno centrífugo y otro centrípeto. El centrípeto: La diversidad del mundo adquiere unidad en la forma de un objetivo (la cámara o el ojo del vigilante) atento a nuestros movimientos, al contenido de nuestro equipaje o nuestra conciencia. Resulta en cierta medida placentero ser objeto de atención, dejar de ser onda (un fulano que trabaja y compra y duerme y desayuna tomates raft con aceite de variedad arbequina) para devenir corpúsculo bajo la lente monitorizada del vigilante. Estoy aquí, soy vuestro, tras miles de años de evolución y selección genética, éste es mi cuerpo, al alcance de la más moderna tecnología. El vigilado se presta a la vigilancia con la docilidad encubierta de un Edipo que quiere saber quién es en realidad. En lugar de ‘conócete a ti mismo’: ‘me conozco a través de vuestra mirada’. Durante unos segundos nuestra inocencia queda en suspenso. Bajo la lente vigilante todos somos potenciales criminales. A quién no le resulta excitante sentirse criminal al menos durante un momento. Casi tan emocionante como la posterior absolución en forma de ‘puede usted tomar su equipaje y seguir adelante’, ‘puede seguir conduciendo, está claro que no ha bebido’, ‘puede seguir apreciando el arte de estos cuadros ya que no parece querer llevarse a casa ninguno de ellos’. El centrífugo: el cuerpo captado por la cámara se desmaterializa. Un paseo por una calle de Madrid puede convertirse en un espectáculo gratificante para un antípoda sentado frente a su ordenador cansado de sortear con su pick up a los canguros. Nuestra imagen viaja a velocidad lumínica a través de cables de fibra, en un viaje de ida y vuelta hacia los satélites artificiales. El cuerpo se resuelve en ubicuidad, deja de ser material para convertirse en pura energía (el máximo exponente de esta transformación sería la estrella pornográfica) y, por tanto, se espiritualiza.
viernes, 25 de febrero de 2011
domingo, 6 de febrero de 2011
El discurso del rey
Ayer vi El discurso del rey. Está bien y tal. Es la película que uno hace para ganar un puñado de Oscars (más de dos y menos de cinco). Bienintencionada, con su poco de mala leche, con ese humor inglés que tanto nos gusta a los españoles. Lo que más me gustó de la película es la pared del logopeda. Hay una pared desconchada por la humedad, descascarillada por el tiempo y que parece haber sido pintada con todos los colores la escala cromática. Es como un cuadro de Pollock. ¿Existía el expresionismo abstracto en la década de los treinta? En ese caso (algo que ya sospechaba) el expresionismo abstracto es una redundancia. Esa pared es un enigma. O un símbolo. El único de la película. Eso sí, El discurso del rey ha aparecido en un momento muy oportuno. Es sociológicamente perfecta. La historia de un rey tartamudo que desea poder pronunciar un discurso y que se le entienda. Va genial con los tiempos que corren. Todos deseamos que el poder pueda expresarse, que deje de ser un ente huidizo y afásico, que se materialice ante nosotros para decirnos qué es lo que está pasando. Que estamos jodidos, básicamente. Pero queremos que nos lo digan, queremos que alguien aparezca delante de un micrófono o ante las cámaras aunque sea para pedirnos sacrificios. Es lo menos. Los espectadores salen de la película renovados, con la inconsciente esperanza de que algo así ocurra en la vida real. Y eso es lo que está pasando. Los políticos nos lo están diciendo. Y la película nos muestra que ese pequeño discurso que apenas dura dos minutos exige al gobernante un ímprobo esfuerzo, que debemos compadecernos de su rictus estreñido, que él preferiría jugar al polo o irse de caza o a esquiar, pero que aún así ahí está para mostrarnos la realidad desnuda porque es así cómo se hacen las cosas. Pobrecito.
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