El vagón está a punto de detenerse cuando, al otro lado de la ventanilla, ve a la muchacha. Le desconcierta no saber cuál puede ser su edad. Viste como una chica de veinte, pero fijándose en su cara se da cuenta de que no debe tener más de trece o catorce. La puerta del vagón se abre justo frente a ella. Está recostada sobre una de esas barras metálicas, los pies colgando un palmo por encima del suelo, como una atleta de barra fija que se hubiese hecho un descanso en su ejercicio. Todo esto lo ha percibido en un segundo. Los sentidos de su cuerpo parecen haberse puesto de acuerdo para acelerar su ritmo, para trabajar diez o veinte veces más rápido. Por eso no se sorprende cuando, nada más descender, con la bolsa de la compra en la mano, le ha preguntado si le acompaña. Ella le ha observado sin extrañeza, como si fuese un tío o un amigo de la familia el que pronunciase aquellas palabras, al que hubiese estado allí aguardando. Entonces se ha incorporado sobre la barra y lo ha seguido. Han subido las escaleras que llevan a la calle. Sus pupilas se han contraído al mismo tiempo bajo la luz de este luminoso día de otoño.
Al llegar al portal ella se ha quedado detenida. Él ha temido, durante un instante, que pudiera volverse atrás. Temeroso por su indecisión la ha mirado. Ella ha dicho 'todo esto es muy abstracto'. Sencillamente. Entonces ha escuchado su voz. Una voz de muchacha. La voz con la que hablaría la belleza, si la belleza pudiera revestirse de carne. Ha asentido. Ha abierto la puerta y ella le ha seguido, como si su aquiescencia bastase para disipar sus dudas y convencerla de que diese el paso definitivo.
Ha abandonado la cama. Ella, todavía desnuda, parecía fatigada. El placer casi se había retirado por completo, lo suficiente como para poder asegurar que había sentido un placer inmenso y que sólo ahora empezaba a ser descriptible. Su piel era tan frágil que todavía le sorprendía que no se hubiese roto al estrujarla contra la suya. 'Ahora debes marcharte', le ha dicho, intentando poner en sus palabras a un tiempo la determinación y la suavidad considerada de un amante satisfecho. Ella ha seguido inmóvil. Ha repetido la frase y ella se ha girado para mirarlo en silencio. Él ha empezado a sentir su belleza desparramada sobre la sábana como una amenaza. 'Tienes que irte', ha insistido. Y ella ha hecho aflorar algo a su mirada, algo que a él de alguna manera ya le resultaba previsible, algo que ya había experimentado sin saberlo en algunas de sus pesadillas. Y, abriendo sus labios apenas, como si fuese el instrumento de una fuerza ajena a los límites que demarcaba su cuerpo, ha respondido: 'Ni lo sueñes. Yo vine aquí para quedarme'.
Sencillamente.
lunes, 29 de septiembre de 2008
sábado, 27 de septiembre de 2008
San Jerónimo en su escritorio
El escritorio es un mueble de madera colocado sobre el enlosado de la catedral. Reposa sobre un estrado al que se accede por tres peldaños y comprende fundamentalmente seis casilleros cargados de libros y de diversos objetos (sobre todo cajas y un jarrón), y una superficie de trabajo, la parte plana de la cual sostiene dos libros, un tintero y una pluma, y la parte inclinada el libro que el santo está leyendo. Todos sus elementos son fijos, es decir, constituyen el mueble propiamente dicho, pero además sobre el estrado hay un asiento sobre el cual está sentado el santo, y un arca.
El santo se ha descalzado para subir al estrado. Ha dejado su sombrero de cardenal sobre el arca. Está vestido con un hábito rojo (de cardenal) y en la cabeza lleva una especie de solideo igualmente rojo. Está muy derecho en su asiento, y muy lejos del libro que está leyendo. Sus dedos se han deslizado entre las hojas, como si estuviera simplemente hojeando el libro, o como si necesitara repasar fragmentos anteriores de su lectura. Encima de uno de los estantes, frente al santo y muy por encima de él, se erige un minúsculo Cristo crucificado.
A un lado de las estanterías están colocadas dos páteras austeras, y sobre una de ellas hay una tela que quizás es un amito o una estola, pero lo más verosímil es que se trate de una servilleta.
En un saliente del estrado hay dos macetas con plantas, una de las cuales quizá es un naranjo enano, y un gatito atigrado cuya postura invita a pensar que se encuentra en estado de sueño ligero. Por encima del naranjo, sobre el tablero de la superficie de trabajo, hay una etiqueta fijada que, como casi siempre en Antonello de Messina, reproduce el nombre del pintor y la fecha de realización del cuadro.
A cada lado y por encima del despacho, se puede uno hacer una idea del resto de la catedral. Se encuentra vacía, si exceptuamos a una león situado a la derecha y que, con una pata en el aire, parece dudar en venir a molestar al santo en su trabajo. En el cuadro de las altas y estrechas ventanas de arriba, aparecen siete pájaros. A través de las ventanas de abajo se puede contemplar un paisaje ligeramente accidentado, un ciprés, varios olivos, un castillo, un río con dos personajes que están remando y tres que pescan.
El conjunto puede verse por una vasta abertura ojival apoyada por un pavo real y una avecilla rapaz que posan complacientemente junto a un magnífico barreño de cobre.
Todo el espacio se organiza por entero alrededor de este mueble (y el mueble se organiza por entero alrededor del libro): la arquitectura glacial de la iglesia (la desnudez de su enlosado, la hostilidad de sus pilares) queda anulada: sus perspectivas y sus verticales ya no delimitan el único lugar de una fe sublime, sólo están presentes para dar al mueble su escala, permitirle su inscripción: en el centro de lo inhabitable, el mueble define una espacio domesticado que los gatos, los libros y los hombres habitan con serenidad.
Georges Perec (Especies de espacios)
sábado, 20 de septiembre de 2008
Hacia el socialismo por el libre mercado
No les tengo que poner al día, supongo, sobre la situación económica mundial ni sobre la sorprendente intervención económica en Estados Unidos. Es para no salir del asombro. De hecho, todavía no he salido. Quizás esto no signifique sino algo evidente, y es que los gobiernos como tales son meros tutores (jueces, en sentido casi deportivo) del juego de la economía y que el erario público sólo es necesario para el caso de que el juego se complique, se ponga feo, muy feo. Me hago todo tipo de preguntas estúpidas, como si es necesario un sistema privado de pensiones si al final la compañía de seguros (AIG, digamos) se va a pique. ¿No sería más seguro un sistema de Seguridad Social, tal y como existe (y espero, por dios, que perdure) por estos lares? Claro, que entonces sería imposible que un montón de personas se enriquezcan con el negocio antes de quebrarlo. Pero bueno, aquí en Madrid, vamos en dirección contraria. Muy pronto privatizaremos el agua que al fin y al cabo es algo mucho más necesario que el petróleo o que incluso los tomates y las patatas. Si pudiera hablar con nuestra presidenta le propondría ir más allá. Por ejemplo, hacer cotizar en bolsa los órganos para trasplantes o las primicias de nuestras doncellas. Hay infinidad de posibilidades todavía desatendidas. Pero para eso estamos los blogueros con vocación de servicio público. Quizás, y ésta sería la visión optimista del asunto, la crisis desemboque en un socialismo como no habíamos previsto hasta ahora. Imaginemos al Estado recuperando la propiedad, o apropiándose, directamente, de las grandes empresas, de bancos y compañías de seguros. Un socialismo sobrevenido por una vía que se le habría escapado hasta al mismísimo Marx. Los extremos, una vez más, se tocan.
lunes, 15 de septiembre de 2008
Esa extraña enfermedad
Imaginen que a la típica pregunta de qué quiere el nene ser de mayor, su hijo respondiese con toda la convicción que puede acaparar un niño de cinco años que escritor. Eso no es peligroso. Lo peligroso es que el adolescente de doce o el adulto de veinte sigan respondiendo lo mismo. Eso sí que es para preocuparse. Hay enfermedades que tardan toda una vida en manifestarse, algunas de ellas mortales (la vida podría considerarse una de ellas). La literatura, sin lugar a dudas, es una de ellas. Y lo peor es que algunas veces resulta mortal. No voy a hacer una lista de los difuntos desaparecidos a causa de la literatura, porque sería inagotable. Foster Wallace es el penúltimo (supongo que a estas alturas alguno más ha debido añadirse al prontuario). No pasa nada. Morir de literatura no es peor que morir de cáncer ni de accidente de tráfico. Me parece, incluso, más digno; aunque los periódicos mientan y digan que la muerte acaeció por la asfixia que provoca el que uno se cuelgue de una viga. Nada de eso. Foster Wallace, ya lo he dicho, ha muerto de literatura. Había síntomas que pueden rastrearse en sus obras; y, a posteriori, los forenses (quiero decir, los doctorandos) se encargarán de encontrarlas. Lo bueno que tiene la muerte literaria es que el difunto deja atrás algunas obras que pueden disfrutar el resto de mortales; y en eso, insisto, aventaja a la mayoría de las muertes convencionales. Lo sorprendente es el milagro de que la carne, esa cosa material, prorrumpa en palabras y que éstas, apiladas las unas junto a las otras, creen la ilusión de eso que llamamos espíritu. Cuando ese milagro deja de producirse, o cuando el escritor deja de creer en él, el literato está cerca del final, deviene de nuevo mera carnalidad. Algo equivalente a la metástasis. Brindo entonces, brindemos por Foster Wallace. Los que aún estamos vivos te llevamos en el pulso y en las palabras.
domingo, 14 de septiembre de 2008
La noche en blanco
Veo a cientos, a miles de personas caminando por el asfalto, ocupando el espacio que normalmente transitan los coches. Uno tiende a pensar en una manifestación, pero lo descarta de inmediato. Los transeúntes se desplazan en todas direcciones, ayunos de ese poderoso y único imán que congrega a los manifestantes. Los paseantes ocupando las calles recuerdan a ciertos paisajes apocalípticos aportados por la ficción cinematográfica y literaria. Sólo que la gente va bien vestida, y nada en sus rostros delata la alarma de la posible catástrofe. Caminamos buscando algo, el espectáculo prometido. Nos dijeron que esta noche era especial, que las calles y los edificos emblemáticos se llenarían de luz y actuaciones sorprendentes. Pero sólo encontramos luces apagadas y, tras las puertas cerradas, el vacío de los vestíbulos. Sin embargo seguimos caminando, como si efectivamente tras nuestros pasos aguardase un destino, una tierra prometida que justificase el esfuerzo, escondiendo tras una sonrisa la desorientación que supone el fracaso repetido, el espectáculo -éste sí- repetido de la nada. Querríamos preguntar a ese viandante hacia dónde se dirige. De hecho, lo seguimos a través de dos o tres calles. Lo abandonamos en una esquina, cuando nos convencemos de que su paseo es tan errático como el nuestro. Y regresamos a casa, seguros de que en realidad debía ser así. Que ésta ha sido la auténtica noche en blanco.
sábado, 6 de septiembre de 2008
Sí, quiero
He estado en una boda. Nada más llegar, mi tío, el padre de la novia, me ha dicho que cuánto tiempo sin verme, que podría haberme confundido con uno de esos que piden dinero en un semáforo. De buen rollo. Hacía tiempo que no acudía a una boda. Y ahora empezaba a explicarme por qué. Las bodas son un género antropológico la mar de interesante; y he decidido que yo estaba allí en calidad de -familiar- antropólogo. Como todos los géneros, tiene sus constantes (que se besen, que se besen...) y sus mutaciones. Hablaré de éstas últimas. La primera, los niños convertidos en paparazzis frenéticos apuntando con sus móviles a los novios. La segunda... ya no regalan cigarrillos al final, sino una botella de vino (en el local no se puede fumar, lástima). Entre plato y plato, en el párking, con un cigarrillo en la mano, saludo a mis primos, hablamos de los trabajos, de lo guapas que están nuestras primas de quince años y que oye tú -o sea yo- podría ser su profesor. Y su padre, añado con total convencimiento. Anoto en mi cuaderno particular que el incesto -o algo parecido- es algo difícil de extinguir hasta en las clases medias altas y bien educadas. Luego viene el café, la copa, y el vals de Strauss. Los novios se aplican al vals con profesionalidad. Le pregunto al hermano de la novia que cuánto se necesita ensayar para bailar así, con esa espontaneidad forzada. Y él me dice que a lo sumo un par de días. Y yo pienso que yo necesitaría los cinco años de una antigua licenciatura para lograr algo parecido. Y me acuerdo de 2001 -la película- y de Hal-9000. Por fin llega la barra libre. Y entonces alguien trae un cenicero y otro alguien saca un cigarrillo y se pone a fumar, y el padre de la novia -mi tío- reparte Marlboro en pequeñas cajetillas, de esas en las que caben tres o cuatro pitillos y que deberían vender en el estanco; uno podría pedir entonces '¿me da un enlace de Pepita y Manolito?' o de 'Pili y Juan', por poner un ejemplo. O sea, que la ley queda abolida. Justo cuando un espontáneo salta al escenario y se pone a cantar rancheras. Alguien a mi lado pregunta a un comensal que si sabe dónde está el bar 'puta vida'. O eso entiendo yo, porque en realidad el bar se llama 'pura vida', que es una cosa bien distinta. Pero ya es tarde y yo me figuro un bar donde uno va a tomarse la última copa antes de descerrajarse un tiro en el parietal derecho o tirarse de un noveno piso con los bolsillos repletos de chinchetas. Es tarde, apuro mi copa y me marcho. Y ahora escribo esto mientras fumo compulsivamente, uno a uno, los marlboros; hasta que sólo queda la caja vacía. Y pienso que quizás, después de todo, no estén tan mal las bodas.
jueves, 4 de septiembre de 2008
Click
Ya aparece información de la novela (sí, ahora saben lo que hago cuando no actualizo este blog) en la página web de la editorial (Candaya), junto a algunos fragmentos (anímense, Click, a un sólo golpe de click). Eso sí, no acudan todavía a las librerías, ya que no se distribuirá hasta el mes de octubre. Mientras tanto, vayan ahorrando lo que puedan.
lunes, 1 de septiembre de 2008
Vuelta a casa
Les dejo este estupendo poema de Diego Sánchez Aguilar (de título muy apropiado para las fechas que corren), perteneciente al libro 'Diario de las bestias blancas', ganador del premio de poesía Dionisia García ; y llevado al cómic por J. L. Río. Una idea -ésta de fundir poesía y cómic- a la que ya nos tiene acostumbrados esa revista impecable que es 'El coloquio de los perros'. No duden en enlazarla en el apartado 'Neurotransmisores'. Y si quieren leer el resto de poemas de Diego Sánchez Aguilar -algo que deberían hacer, se lo aseguro-, pídanlo en sus librerías. Y quizás (si los hados les son favorables) les llegue.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)