Esta entrada pretende dialogar con otras dos precedentes sobre el mismo tema. Aunque puede leerse de manera autónoma, creo que resulta enriquecedor leerla dentro del contexto que suponen los espléndidos artículos José Daniel Espejo y Alfonso García-Villalba a los que remiten los respectivos enlaces:
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Murcia=New York, escribió alguien medio en
broma medio en serio en una conocida red social hace unos días. Es un punto de partida. Más que una igualdad, creo que se trata de una ecuación, es decir, una igualdad que presupone una incógnita. Una ecuación puede ser de hecho un magnífico lugar de partida. Se trata, entonces, de despejar dicha incógnita.
Ya Einstein enunció en su teoría de la
relatividad que las leyes de la física deben funcionar igual en todos los
sistemas de referencia inerciales. Básicamente podríamos decir que desde el
punto de vista de la física no existe ningún punto del espacio privilegiado. El
espacio-tiempo relativista es por tanto un espacio asimbólico, lo opuesto de
una catedral gótica o de una pintura de Gustave Moreau. Hablaba en la entrada
anterior de este blog de algo así como de la indiferencia de la diferencia, que
nos invade una angustia de indiferenciación y que esa diferencia añorada solo
se consigue a base de infinitesimales. De ahí que el topos que mejor expresa nuestra contemporaneidad sea el desierto y
–su doble capitalizado- el supermercado.
La tesis que ya se entrevé en lo que llevo
dicho hasta ahora (o a lo mejor me equivoco y todo lo dicho no es sino un
amasijo confuso) es que el principio de relatividad einsteiniano parece haberse
generalizado al mundo simbólico, al imaginario social e individual. Ya no
parece estar tan clara la diferencia entre el centro y la periferia, puesto que
tan (in)significantes resultan tanto el uno como la otra. No cabe pensar a mi
juicio ni siquiera la periferia como lugar de emboscadura para los
francotiradores culturales puesto que ya no hay objetivo que abatir salvo que
pensemos en ese trofeo como la baratija de un barracón de feria, la nadería que
uno intercambia por una moneda y un balín bien dirigido.
El sistema de referencia relativista se ha
convertido en un dispositivo electrónico que permite la accesibilidad inmediata
a la información. En ese sentido da lo mismo estar en un sitio que en otro.
Todos hemos asistido al espectáculo (porque sin duda lo es) de ver a un grupo
de personas que esperan en el andén del metro o que descansan en un paraje
montañoso conectados a las redes sociales, ajenos a todo aquello que no
aparezca en su pantalla. Nos trasladamos a la periferia como quien se muda a la
realidad, dice Jose Daniel
Espejo en su artículo. Una frase espléndida que huele a verso y que, como tal, significa a
mi juicio algo distinto de lo evidente. Creo que entender la periferia
como lugar donde lo real acontece intensificado no es sino una comprensión contaminada
de tintes románticos, a no ser que pensemos la periferia como la dimensión
oculta de ese sistema de referencia del que hablamos y, en ese sentido (un
sentido dialéctico), la periferia podría estar en cualquier parte. La periferia es una loseta de una acera de la Gran Vía madrileña, pero también una
autovía que se interrumpe frente a un limonar en plena huerta murciana.
Pienso a propósito en la última novela de
Elvira Navarro, La trabajadora. La
protagonista de la novela, centrifugada por las condiciones laborales al extrarradio
de Madrid, aquejada de una añoranza de centralidad, fantasea con regresar a un
apartamento de Tirso de Molina. Su compañera de piso elabora mientras tanto obras
de arte que consisten en barajar sobre el mapa de la ciudad las referencias
culturales y arquitectónicas. Así la Puerta de Alcalá puede acabar en Usera y
las Torres Kio en pleno barrio de Salamanca. Las referencias se desubican. El
mapa de Madrid ya no sirve para orientar a los turistas sino para perderse y
encontrar otra cosa, tal vez la poesía. Habría que pensar si la periferia no es
y ha sido siempre el espacio añorado por la poesía.
Los romanos llamaban centrum a la intersección del cardus y
del decumanus. Excavado bajo él, en una tercera dimensión ajena a las dos que
orientaban la disposición de la ciudad, se hallaba el mundus. Creo que bajo todo centro se oculta una periferia, que no
existe centrum sin mundus. Los
romanos lo sabían y tres veces al año removían la losa que tapaba el mundus para que resultase visible su
contenido. Un mundo sin periferia es, literalmente, inmundo, indigno de ser
habitado.
x=Hay que tener mucha periferia en el
interior si se quiere dar a luz un centro.