La contemplación de un cielo estrellado proporciona una emoción de difícil
parangón. A la infinitud discreta de los puntos luminosos se añade el cálculo
combinatorio de las agrupaciones estelares, un tipo de infinito radicalmente
distinto al primero. La hipótesis del continuo de Cantor, todavía sin demostrar,
dice que no existe ningún cardinal entre el alef sub cero (el infinito
numerable) y el alef sub uno (el infinito no numerable). Si las estrellas son
el infinito numerable, las constelaciones que pueden formarse con ese infinito
constituyen el infinito no numerable del que hablaba Cantor. Precisamente ese
salto cualitativo (el que va de los elementos de un conjunto a las partes que
pueden formarse con dichos elementos) es el que –inconscientemente- proporciona
en quien contempla la emoción de lo inconmensurable, el éxtasis del que hablan
los místicos y poetas y el sublime estético teorizado por algunos filósofos. La
matemática, de nuevo, como ontología de las emociones, incluso de las más
piadosas.
Cada época elige su infinito y su modo particular de éxtasis. La
aglomeración humana de la gran ciudad, las diversas maneras en las que las
personas se agrupan y se relacionan, proporciona un éxtasis sociológico
poetizado paradigmáticamente por Baudelaire y analizado con su habitual agudeza
por Walter Benjamin en su teoría del shock a propósito de la obra del poeta
parisino. En la actualidad hay un infinito que ha ganado preponderancia sobre
el resto y es el de internet, un infinito que combina lo sociológico (vía redes
sociales) y lo informativo (las webs accesibles a través de la red). Una sesión
de internet (las páginas que cualquiera de nosotros visita) constituye algo así
como una constelación dentro de la web. Imaginemos cada web como un punto
luminoso (cuyo brillo correspondería al volumen del tráfico recibido) y la
constelación como el dibujo que enlaza los puntos (las webs) visitadas a lo
largo de la sesión. La conciencia de la inagotabilidad de las partes (de los
recorridos a través de la red) procura sin duda en el internauta una figuración
de lo sublime cuanto menos equiparable a la del astrónomo babilonio encaramado
a un zigurat.