Todo listado es incompleto e insuficiente. Resulta tópica la
captatio benevolentiae en estas fechas navideñas cuando uno repasa lo mejor del
año, pero a veces conviene insistir en lo obvio, aunque solo sea para olvidar
la dosis de estupidez que subyace en todo prontuario. Hablo de libros, de
novelas (leí poca poesía este año y me siento temporalmente fuera de juego)
españolas y traducidas. Dejo a un lado el ensayo (ensayo sí leí, pero mi
criterio al respecto resulta confuso incluso para mí mismo). Uno lee lo que
puede, lo que le permiten el tiempo y las fuerzas y de todo eso, de lo que más
me acuerdo (la calidad tiene algo de memorable, creo que podemos partir de
eso) es de Alimento para moscas de Jon Obeso, de Aire de Dylan de
Vila-Matas, de El perseguido de Daniel Guebel, de El libro uruguayo de los
muertos de Mario Bellatin, de Karnaval de Juan Francisco Ferré, de El diablo a todas horas de Donald Ray Pollock, de Matate amor
de Ariana Harwicz, de La cerca de Jean Rolin, de Trilobites de Breece D’J
Pancake y de El ángel esmeralda de Don Delillo. Hubo otros libros buenos,
algunos bastante buenos, pero no los pondría a la altura de los anteriores.
Como los que cito son extraordinarios nadie debería sentirse ofendido. Mencionaré
entre los segundos Norteamérica profunda de Juan Carlos Márquez, Los pájaros
amarillos de Kevin Powers, Los inmortales de Manuel Vilas, El público de
Bruno Galindo, Medusa de Menéndez Salmón, La interpretación de un libro de Juan José Becerra o Democracia de Pablo Gutiérrez. Probablemente olvido alguno.
Que nadie se preocupe. Devuelvan sus revólveres a la cartuchera. Acháquenlo simplemente a
mi proverbial falta de memoria.
miércoles, 26 de diciembre de 2012
martes, 18 de diciembre de 2012
Matate, amor
A veces, porque uno es así de descreído, llego a pensar que la literatura ha perdido algo de su magia o que soy yo el que la ha perdido y añoro la vuelta a mi adolescenacia y el olvido paradisíaco y virginal que me devuelva a Whitman y Borges y Rimbaud y, ay, al torpe pero inolvidable éxtasis de la primera vez. Pero ocurre, sigue ocurriendo, que uno se tropieza con un libro que le disuelve el cinismo y ya no dice para sí mismo 'esto está bien escrito, pero...' o 'esto está muy pero que muy bien escrito, pero...'. Ya saben a lo que me refiero porque el cinismo es de lo mejor repartido entre críticos y escritores y corredores de Bolsa y a las charlas de café y copa -y cigarrillo en la puta calle- me remito. Esto que escribo o parecido es lo que se me venía a la cabeza mientras leía Matate, amor de una escritora argentina llamada Ariana Harwicz. Cierto que siento debilidad por los escritores argentinos, lo mismo que por los jugadores de fútbol argentinos. Creo que dios ha llamado a ese país por los caminos del fútbol y la literatura y que yo mismo sería mejor escritor, y ya no digo futbolista, si fuera argentino. Si además el apellido de la autora es polaco y rima con Gombrowicz, miel sobre hojuelas. Matate, amor es una novela de una intensidad escalofriante. Cada página destila hectolitros de emoción, pero no esa emoción que desborda y deja al lector empapado y listo para la secadora, sino la emoción contenida en un lenguaje férreo y labrado con precisión milimétrica. Cada frase es una batalla del lenguaje con la emoción, una batalla extraña en la que ambos contendientes salen ganando. Podríamos llamarlo (buena) poesía. Se trata de la primera novela de Ariana Harwicz y sí, voy a cometer la pedantería y el lugar común de decir que se trata de un inicio deslumbrante, pero no de decir que augura una gran carrera literaria. Esta obra vale por sí misma. Podría ser la última de una larga trayectoria, el logro tras repetidos fracasos. Que no lo sea ni suma ni resta mérito. Me estremeció la lectura de sus páginas. Lo demás es literatura.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)