La
perfección es una línea recta. La excelencia, la autoexigencia, ambas forman
parte de la voluntad de que la potencia devenga acto. La grasa es la potencia
del cuerpo, materia que abastece el movimiento, fuerza revolucionaria sin líder
ni programa. ‘Busco la perfección’ quiere decir soy solo acto, posibilidad
acabada. La perfección es posicionamiento del hueso, prominencia del
pómulo, miembros descarnados, piel
tumefacta. La perfección es el imperio de la talla cero. Gowan, sentado en la
cama del hotel (distinto del de ayer y del de mañana), mira en la pantalla de
su iPhone fotos de su hija. Josefina aparece delgada, terriblemente bella. Sus
ojos, los de Josefina, tienen una cualidad herbívora, la de alguien
acostumbrado a vivir tras un cristal blindado, como si el fotógrafo formara
parte del paisaje y el mundo constituyese la pantalla plana de un videojuego
parcheado donde nada ni nadie pudiera hacernos daño. Es la mirada de alguien
que no tiene conciencia de su mortalidad. Gowan pasa las imágenes. Josefina
aparece en la misma posición, de pie, vistiendo siempre unas mallas ajustadas
que contrastan con el fondo blanco de la pared. La sucesión de imágenes muestra
un paulatino distanciamiento de las caras internas de sus muslos, como si el
objetivo final de aquella metamorfosis fuese la constitución anatómica de una
muchacha preadolescente. Las perfecciones se encuentran en un solo punto. Gowan
intenta averiguar cuál es ese punto. Hace un repaso somero del pasado sin
lograr encontrarlo. No fue el momento del parto, no fue ninguno de los regalos,
ningún beso. No fue su primer ingreso hospitalario. Sospecha que ese punto debe
de estar aguardando en el futuro o que es un punto minúsculo, escondido en una
de las infinitas capas del pasado. Daría lo que fuera por recuperarlo, por
encontrar ese momento privilegiado: una sonrisa, una mirada, un aleteo del
párpado. El encuentro de Gowan y Josefina.
Le gustaría encontrar en su carpeta de imágenes una fotografía que ilustrase
precisamente esa frase. Pero ve solo un cuerpo cada vez más delgado, ahora
oculto bajo la tela del vestido que asciende sin sinuosidades hasta el cuello.
La perfección, qué duda cabe, es una línea recta.
Siente
una punzada en su vientre.
El
cuerpo es una casa para huéspedes que peregrinaron durante millones de años
antes de encontrar ese refugio hecho de oscuridad y silencio. A ninguno de
ellos se le ocurriría salir a la
intemperie de donde proceden. Si alguno abandonara su lugar, entonces todo se
resentiría. Significaría el fin de un precario equilibrio. El cuerpo es una
intimidad y un secreto compartido, el de la atroz violencia y hostilidad del
afuera al que alguna vez pertenecieron sus inquilinos. Toda señal lanzada al
exterior es un síntoma, una traición a la comunidad silente que encuentra en él
cobijo. Uno debería morir sin saber de la existencia de su hígado salvo por los
manuales de anatomía, sin conocer nada de su estómago si exceptuamos el apremio
del hambre. Un hueso debería ser un misterio impenetrable. Sería más fácil
visitar Marte que la glándula pineal.
Gowan se encoge sobre la cama, como si buscase protegerse de una
agresión externa, cuando en realidad el dolor viene de adentro. Sabe que su
dolor es la vanguardia que anuncia un periodo definitivo de decadencia. Hay una
parte en su interior que no le pertenece, que merece otro nombre distinto del
suyo, y lo reclama. Siente que su cuerpo se rinde a un designio poético que
consiste en la falta de identidad de todo ser consigo mismo, en la necesidad de
que el exterior penetre la intimidad de todo lo que se cree cerrado y completo.
Es algo que merece la pena explorar. Lo imagina como algo que se desenvuelve en
el mundo, dotado de su propia geometría, obediente a protocolos desconocidos,
moralmente irreprochable, que crece de acuerdo a un ímpetu cifrado en una leve modificación de su código
genético; un envío transmitido de generación en generación a través de los
siglos para recordarle que la biología está por encima del carácter y del
deseo.
Gowan
se ha levantado de la cama para entrar en el baño. Toma de su neceser un
pequeño frasco y se mete un par de pastillas en la boca. Mira su reflejo en el
espejo. Los espejos de los baños de hotel incorporan pequeñas variantes de uno
mismo. Uno no puede saber quién es si no se ha visto reflejado antes en todos
los espejos de todas las habitaciones de hotel del mundo. Gowan ve en el espejo
a un animal que exhibe con orgullo su herida. Luego, vacilante, regresa a la
habitación. Pegado a la ventana echa un vistazo hacia el exterior. Contempla
las estelas luminosas que los faros de los coches dejan en la oscuridad. A esta
hora el tráfico es poco intenso. Deja
que su mente se acune en la monotonía del trazado rectilíneo de las luces. Al
otro lado de la carretera se extiende la oscuridad de un descampado. Ve algo.
Una presencia que solo aparece bajo la intermitencia de las luces de los
automóviles. Gowan debe esperar a veces unos cuantos segundos para poder
atisbar fugazmente la figura que se adivina en medio del descampado. Diría que
se trata de una muchacha. Parece agitar algo sobre la cabeza. Un plástico o
cualquier otra superficie que refleja la luz de los coches. Está bailando.
Gowan piensa en luciérnagas. En el
misterio de su desaparición. Contempla su danza apenas un segundo. Cree que
baila sola. No sabe que hay un espectador que asiste extasiado a su movimiento, por otra parte inexplicable.
Desearía que un potente foco iluminase la escena. Pero debe resignarse al
fogonazo de las luces de cruce que recortan y congelan la imagen durante un
instante para devolverla de nuevo al olvido. Esa muchacha le parece una nota de
color en un cosmos cuyos objetos posan para un bodegón inacabable. Era un
accidente, aquella muchacha. Lo mismo que él. Tiene que luchar contra el deseo
de salir de la habitación para acudir a su encuentro. Dos accidentes que se
reúnen, dos fuerzas de la naturaleza. Un sol abrasador y una luciérnaga.
Acabaría con ella. Se promete a sí mismo hacer investigaciones, comprar ese
pedazo de terreno al precio que sea. Desea que ese pedazo de tierra asociado al
recuerdo de la muchacha y de esa noche fluya
a través de los mercados, sentir la satisfacción de ver crecer su valor
en una inversión del proceso del olvido. No le interesaba el dinero. Su actitud
había sido siempre la de un artista. La pintura seguía siendo demasiado
material. La pintura pertenecía al pasado. Sus adquisiciones carecían de valor
real, eran chatarra, edificios y lugares en los que hubiese debido sentirse
feliz, objetos supuestamente ligados a una intimidad que nunca disfrutó. Solo
sentía algo al venderlos, al saber que alguien pagaba por ellos, tanto más
fuerte el sentimiento cuanto mayor fuese esa cantidad. Era, suponía, un
sentimiento opuesto a la melancolía de los poetas. Era la euforia de proyectar
el pasado hacia el futuro. La redención de lo no vivido a través de un
mesianismo financiero.
Cuando
el pensamiento de Gowan se agota ya no queda nada de la sensación de triunfo
sobre el malestar. Sin quitarse las botas se tumba sobre la cama, cierra los
ojos y rastrea el dolor como una presa olfatea en busca de su enemigo. La
medicación ha conseguido alejarlo temporalmente de la conciencia. Lo intuye
agazapado, camuflado entre sus vísceras, un tirano que volverá más pronto que
tarde a disputarle el dominio sobre su cuerpo.