jueves, 8 de septiembre de 2011

El árbol de la vida

He visto El árbol de la vida, de Terrence Malick, y no puedo decir de qué va. Eso ya me parece algo positivo. Lo cierto es que mi visionado fue cuanto menos extravagante. Empecé a ver la película a la altura de mi tercer ruso blanco y el alcohol creo que ayudó a que me dejara llevar. De Malick había visto anteriormente La delgada línea roja. Bueno, no del todo, porque dejé de interesarme por ella cuando quedaban diez o quince minutos, cuando aparece una historia de (des)amor epistolar y cursi que no entraba ni con calzador en la película, hasta entonces interesante. Me gustó el narrador impersonal de la película, esa fusión de los personajes y sus circunstancias con la naturaleza, esa voz en off implícita, mezcla de Lao Tse y de Homero. Ese experimento tiene continuidad en El árbol de la vida. Yo ya había visto algunas escenas de esta película. Las llevo viendo hace tiempo. Es cierto. Cuando me imagino siendo director de cine (me imagino haciendo muchas muchas cosas, tal vez demasiadas) ruedo escenas como las de El árbol de la vida. Hace unos años me habría enfadado que alguien se me adelantase. Poco a poco voy comprendiendo que hay que ser generoso y permitir a los demás que tengan sus propias ideas, aunque en realidad sean tuyas. A lo que iba. En El árbol de la vida aparece lo macrocósmico y lo microcósmico y el pasado (una escena con dinosaurios) y no sé si el futuro (el futuro casi siempre resulta irreconocible aunque uno lo tenga delante de las narices). En El árbol de la vida lo importante es el contexto (esa sustancia porosa que incluye los planetas y las galletas María y las células de nuestro cerebro y que los perezosos llaman dios). Aquí lo humano no es sino una parte del flujo de la naturaleza y hay momentos en los que la película se transforma en un documental donde el montador hubiese confundido Cosmos con El mundo submarino –Cousteau- y Jurassic Park. Para volverse loco. Cuando me di cuenta llevaba quince minutos sin dar un trago a mi ruso blanco. Y eso significa algo. Significaba que estaba en medio de una experiencia estética de nivel 8 en la escala Bach (las Goldberg variationen vendrían a ser algo así como The Big One). Y eso es mucho. Me ha pasado pocas veces. Que recuerde, con Tarkovski y Bergman. Tal vez con Kubrick y Coppola. Para colmo estaba viendo una copia pirata (no hagan eso muchachos) doblada al ruso y subtitulada al castellano. Lo máximo. Los que me conocen saben de lo que hablo y podrán imaginar mi éxtasis. Era como ver una película perdida de Tarkovski con el ruso Brad Pitt como protagonista. El tiempo y las distancias geográficas se habían abolido. Para celebrarlo volví a dar un sorbo a mi ruso blanco. El arte empieza en el momento en el que el tiempo de lo narrado se distancia del ‘tiempo real’ y en El árbol de la vida dicha distancia se alarga hasta el infinito. Por lo demás no sé de lo que va la película. Ni falta que hace. Tengo la sensación de haber contemplado un espectáculo hermoso que fluía ante mis ojos como un río. Quizás la vida no sea más que eso.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me parece que no estabas en medio de una experiencia estética de nivel ocho, más bien llevabas una tranca del ocho.

Hautor dijo...

La borrachera vino después, cuando me tomé el cuarto ruso blanco para celebrarlo.

manipulador de alimentos dijo...

Jajjaja, con o sin un ino ruso, la película es inolvidable!!!!