El tacto ha dejado de ser un modo
de buscar y reclamar en los objetos la presencia. El tacto es el aquí, el centro de la esfera de lo
íntimo. Si Apolo es el dios de la visión y la lejanía, el tacto es el tributo
parcelario de Hestia. En la actualidad el tacto se ha reservado para el
clickeo, para la pasión por la pantalla táctil, convertido en simulacro y
parodia de la función a él encomendada. El tacto deviene, en contra de su
destino, en una ausencia permanente, en una estrategia para evadirse de los
objetos. Anhelamos la presencia y eso nos empuja –las manos extendidas- como
polillas sedientas de luz hacia la pantalla. Y así nuestra piel se habitúa a
esta mutación inmediata, al tránsito fulgurante de virtualidades, al
intercambio de potencias que solo devienen acto por la taumaturgia de nuestra
tarjeta de crédito (nunca como ahora abrimos con tanta pasión el buzón de correos,
nunca gozamos de este modo acariciando un embalaje, saboreando por adelantado
la promesa de su contenido, la demorada recompensa de tantas caricias en el
botón izquierdo del mouse durante las derivas por ebay o amazon). Y andamos perdidos
entre los seres, buscando un lugar donde acampar, una piel ajena, un tú en el que demorarnos.
Es por eso que los cuerpos se
ofrecen como nunca antes a la vista. Cantidades ingentes de carne (escotes,
muslos, espaldas, cinturas…). Es el tacto que reclama su territorio como el
cactus del desierto sintetiza en su pulpa la nostalgia del vergel perdido. La
carne se ofrece allá donde uno mire;
intocable, sin embargo. La carne es la tentación y la mirada se delecta, sucedánea
de la caricia. Noli me tangere es el
mensaje repetido y latente en un mundo que sin embargo está dispuesto a
enseñarlo todo. Si acaso se produce el contacto este se resuelve en el sexo,
condenado a extinguirse con la fugacidad con la que se vacía el agua de una
clepsidra. La percolación de lo háptico adopta por tanto la forma de un
espejismo, de una promesa siempre defraudada, de un oasis que, apenas aflora,
desaparece, pues la evanescencia es un signo demasiado fuerte, el emblema
triunfante de los tiempos.
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