La crisis lo confunde todo. Me
despego un palmo de mí mismo y veo a un ser anonadado. Es como alguien que de
repente pierde la fe. Es como leer a Nietzsche con dieciocho años, pero sin el
entusiasmo de leer a Nietzsche con dieciocho años. Mi mente se parece a una
nebulosa y los estados nebulosos, como se sabe, escapan al principio de no
contradicción. O sea, que puedo pensar y sentirme dos cosas al mismo tiempo.
Soy como la moral de un príncipe heredero, pero sin nada que heredar. A veces
cuento los dedos de mi mano. Siguen siendo cinco, y resulta consolador. Siento
que alguien me ha traicionado pero no pongo rostro al culpable. Se parece a mí
pero no soy yo. Tiene cuatro años y me mira desde una fotografía en blanco y
negro. Frunce el entrecejo porque sabe que le espero en un futuro que ya es
este presente. Me recrimina algo. Eres estúpido, dice. Te vas a creer todos y
cada uno de los cuentos que te cuenten de aquí hasta tus treinta años. No
pierdas esta foto, llévala contigo. Soy tu ángel de la guarda, tu particular
ángel de la historia. De tu historia. Soy la versión depauperada de ese niño
sabio, la confirmación de la segunda ley de la termodinámica. Un cerebro en
desorden. Un desorden de palabras. Escribir es una costumbre, un lugar al que
volver, un ciclo consolador como las estaciones y los cumpleaños. Solo se
requiere de un poco de tiempo y de un escueto rincón. Pero hay ruido, demasiado
ruido. Las cosas proliferan y apenas dejan espacio. Cuesta arrancarle al
balbuceo de la actualidad una página en blanco.
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