Me pregunto dónde irán a parar el sin número de errores y
de aproximaciones inherentes a todo cálculo. La diferencia entre Π y 3.14 o
3.1416. El matiz entre el hemisferio ideal y la cúpula del Panteón, entre las
proporciones de mi tarjeta de crédito y la razón áurea. Se sabe que la
respuesta del oráculo de Delfos ante la peste que asolaba Atenas fue que esta se
extinguiría solo en el caso de que se consiguiera duplicar el volumen del cubo
que servía de altar al dios Apolo. Tarea imposible como demostraron las
matemáticas casi dos milenios más tarde. La peste prosiguió en Atenas entonces
por una cuestión infinitesimal, un ‘imperceptible’ de unas pocas cifras decimales.
La raíz cúbica de 2 no solo es irracional sino que ni siquiera podía ser
construida con regla y compás. Duplicar el cubo parece una tarea sencilla pero
en esa engañosa sencillez, en la propuesta de un problema irresoluble, parecen
recrearse los dioses más crueles de la antigua Grecia. Un infinitésimo marca la
diferencia entre la vida y la muerte. El ideal rehúye su concreción material y
esa reticencia pone en marcha el mecanismo inapelable del destino.
El error proviene casi siempre de un pequeño desvío capaz
de originar consecuencias imprevisibles. El acto erróneo es el infraleve atribuido de sustancia moral.
El error proviene de acatar como exacto lo que en realidad es irracional, de
privar el acaso del ruido de fondo inagotable que lo acompaña y lo sustenta, de
sancionar como acabado y perfecto lo inagotable e indefinido. El infinitésimo de
Leibniz o de Robinson permite el cálculo de lo inaprensible, la comprensión de
la secuencia infinita de todo movimiento. El protagonista de la novela La miseria de las cosas de Dimitri
Verhulst consigue en un momento dado vislumbrar el instante en el que crecen
los pechos de la adolescente Elena. La mirada del joven logra así lo que en
apariencia resulta imposible, desentrañar una de esas ‘transformaciones
silenciosas’ de las que habla el sinólogo francés François Jullien. Entre dichas
transformaciones se cuentan la erosión del terreno, el germinar de una semilla
o el tropismo de una planta. Movimientos inaprensibles a simple vista, constatables
solo en intervalos temporales de larga duración; y sin embargo movimientos
tanto o más decisivos que la súbita caída de un rayo o el disparo de un arma de
fuego. Cierto tipo de arte pretende recuperar para el hombre la conciencia y la
sensación de ese inaprensible. Desde los movimientos imperceptibles captados
por la cámara superrápida al infraleve
de Duchamp o lo infraordinario de
Perec. Pienso en la diferencia entre una composición de Bach y la versión mp3
de dicha composición, en los residuos que deja en lo analógico su conversión
digital. Pienso en el recorte acústico como en una especie de confeti musical
acariciando los oídos. Lo imagino como un ruido blanco, una especie de silencio
hermoso y henchido de excelencia.
2 comentarios:
"A un niño bastaba con dejar de verlo unos meses, y se hacía perfectamente visible la diferencia. Cerrar los ojos, irse de viaje, olvidarse, era justamente el recurso fácil, fraudulento, al que nos negábamos. Dentro del paso de una conversación o de una fiesta ese niño seguía creciendo. Ahí estaba en cierto modo la clave de nuestra empresa espiritual: seguir en una misma escena, y que todo pasara ahí, sin intervalos innecesarios, sin trampas"; César Aira, "Yo era una chica moderna", Interzona, Buenos Aires, 2005, p. 29.
Admirado estoy de la capacidad que tienes para desenfundar el más rápido una -buena- cita. Algún día tienes que contarme cómo lo haces (¿te has tragado un buscador? ;)). Gracias, Vicente, por traer al bueno de Aira.
Publicar un comentario