miércoles, 21 de enero de 2009

Carta robada

En La carta robada de Poe cifraba su teodicea y su idea de la justicia. Encontraba en ese relato el origen y, al mismo tiempo, la cura del mal que asolaba el mundo. Estaba convencido de que la raíz de todos los problemas no se escondía en un terreno ultramontano. El hábitat de la conspiración no estaba en lo sórdido; su semilla no fructificaba a la sombra. Muy al contrario. Todo se hacía a plena luz del día. Tanto, que pasaba desapercibido. El mal era luminoso, tan radiante que imponía una visión de gafas ahumadas. Podía estar en cualquier parte, esconderse tras su pasmosa visibilidad. De ahí la estrategia anarquista y escasamente meticulosa que guiaba sus objetivos. Como Simón de Montfort ante los albigenses, hizo suyo el lema 'matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos'. Un estanco, una paloma posada en el alféizar de una ventana, una granja de cerdos, un guijarro perdido en la arena de una playa... Cualquiera podía ser el responsable del caos y la barbarie que imperaba en el mundo. Y él los atacaba con una violencia cargada de esperanza, aguardando, tras la destrucción, el amanecer de un nuevo día, limpio e inocente, como el que habría de suceder a un logrado Apocalipsis.

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